Thursday, December 08, 2011

Bipolaridad, una "historia sucia" de Vara.




A veces las motivaciones para escribir son peculiares.
Este texto surge de una necesidad imperiosa de escribir  un relato nuevo para "Escritores Sucios" . grupo de facebook al que pertenezco, y como capítulo de la novela "in progress" de título: "La mujer hueca".
Este relato está escrito de una sola vez y sin modificaciones textuales.
Vamos, que está en bruto genuino.
De alguna manera este texto me hace evocar lecturas pasadas,
que influyeron profundamente en mi visión particular del mundo literario
y del acercamiento al planteamiento de ciertos temas "universales",
como pueden ser las relaciones humanas, el sexo y los traumas
basados en la "confabulación" de vivencias propias y ajenas.
"Bipolaridad" va dedicado a Miller, a Kinski y a Vassi,
y a Carlos Salcedo, especialmente, por ser el másximo responsable de agitar sin consideración el fondo turbulento de mis entrañas creativas.






Bipolaridad



 
     Hubo un momento en que parecía que Bipolaridad hubiera dejado de respirar bajo la densa bolsa de tela blanca que envolvía su cabeza. Su cuerpo permanecía inmóvil en la misma posición en que habíamos empezado nuestro peculiar homenaje a la perversión de aquella noche. Boca abajo y con las manos firmemente atadas a la espalda con precinto barato transparente. Llevaba puesta la ropa interior rosa que tanto me gustaba. La bolsa de tela era especial. Hacía una especie de vacío, ya que se la fijaba al cuello también con precinto, para no dejar espacio alguno para el paso del aire. Noté su cuerpo caliente y cierta tensión en sus muslos, pero los brazos parecían dotados de cierta ingravidez y frialdad repentinas. Ella aseguraba que controlaba el tiempo que podía permanecer bajo aquella tela, plástica por su parte interior, como una membrana de cualquier célula. Y yo solía creerla. Miré distraídamente hacia la pared, donde una enredadera artificial adhesiva caía desde el techo hasta la cama. Miré porque buscaba cierto asidero real y físico al desquiciamiento progresivo al que se hallaba sometido mi cerebro en ese preciso instante. Bipolaridad había comprado cocaína. Un par de gramos. Y algo de Popper, porque aquella noche quería que practicáramos sometimiento, hipo asfixia y penetración anal. Vamos, la santísima trinidad de los excesos de la carne. Y allí estábamos, justo en el instante previo a mi eyaculación rabiosa en las cavidades rugosas de su recto, mientras observaba como se producía una especie de desvanecimiento bajo mi cuerpo, un desvanecimiento que podía representar un error a la hora de calibrar los riesgos, a la hora de sopesar las posibilidades de que algo podría salir mal. Éramos inconscientes en el fondo y en la forma. Éramos animales obscenos por vocación y adictos a una lujuria experimental que, a la larga, nos severos produciría daños cerebrales de carácter irreversible. Pero, allí estábamos, juntos. Un par o tres de veces por semana. En su casa o en la mía. Estableciendo la locura por regla de nuestros juegos sexuales viciados por emociones que ya hace tiempo habíamos dejado de sentir. Viciados por la propia adicción a la negación de cualquier tipo de placer. Viciados por el incontenible deseo de follar por el culo a una humanidad de la que no nos sentíamos nada apegados. Era una especie de catarsis o ritual para acabar con cualquier atisbo de sentimiento que se propusiera acceder a nuestros entramados neuronales. Era, en definitiva, una orgía visceral en honor del santo Trauma, de la divinización imposible del dolor interior, que ambos arrastrábamos desde mucho tiempo atrás.

Escupí mi blasfemia en su interior y me deslicé suavemente hacia la derecha, al tiempo que mi polla salía de su culo. Miré hacia el techo, hacia la lámpara de tela rasgada a consecuencia de un viejo arrebato etílico. Hacia la lámpara que se empeñaba en conservar, aunque de vez en cuando produjera chispazos que, inevitablemente, acababan cayendo sobre nuestras espaldas. Giré la cabeza y la miré. Gotas de sudor me rodeaban los ojos. Gotas de sudor cocainómano. Movió ligeramente la cabeza y arqueó ligeramente la espalda. Me enganché unos segundos a la extraña visión de mi propio semen resbalando por su nalga derecha. Tardó unos segundos en fundirse con las sábanas. Entonces, movió la cabeza frenéticamente. Era la señal. Tensó las piernas y alzó un poco el tronco. De forma automática le retiré la bolsa de tela de la cabeza. Entonces observé su cara completamente amoratada a consecuencia de la falta de oxígeno. Se hacía evidente que habíamos conseguido ir más allá que en ocasiones anteriores. Le quité el precinto de la boca y le extraje el pañuelo de tela que había introducido en su boca y los pequeños algodones que había puesto en sus fosas nasales. Su larga cabellera rubia permanecía aplastada húmeda contra su cabeza, como si se acabara de dar una ducha. Tosió. Y volvió a toser y el silencio pareció espesarse en torno a aquel acto. Algo de sangre y moco cayó sobre la cama. Abrió la boca y tragó una bocanada del aire denso y viciado de la habitación. Luego, abrió los ojos. Eran marrones, del color de la madera de roble. Dejó caer la cabeza hacia un lado y me miró de forma extraña.

-Sabes que nos asesinan en el mismo momento que nacemos.- Dijo de manera natural, como sin pensar, como si fuera una especie de dogma de fe o una verdad irrefutable.

-Si tú lo dices.- Dije sin mucha pasión intentando no arriesgar nada. Generalmente, sus frases más inofensivas o incoherentes solían acabar en una bronca monumental. Y no me apetecía que nuestra particular versión de Apocalipsis Caníbal acabara de una forma violenta y descontrolada.

Ella siguió hablando.

-Me refiero a que nos matan al nacer, a que nos abandonan a nuestra suerte en un mundo enfermo y triste. Todas las madres del mundo tienen la culpa de nuestro sufrimiento. ¿Sabes?. Lo saben perfectamente, saben de sobra lo que están haciendo. De alguna manera, se han puesto de acuerdo y nos matan al nacer para que sigamos viviendo con este dolor tan profundo. Con este vacío enganchado a nuestra piel.

-¿Estás bien?-. La interrumpo y soy consciente de que me la estoy jugando. Pocas veces lo hago. Pero su discurso empieza a preocuparme, quizá por la repentina sensación de que mi organismo ha absorbido toda la droga que había inoculado. Me levanto de un salto y voy hacia la mesilla de noche que está a su lado. Corto algo de coca y me la meto por la nariz con un billete de diez como si me fuera la vida en ello. Preparo otro tiro y se lo ofrezco a Bipolaridad. La respuesta es un potente sonido de aspiración seguido de un poderoso jadeo de satisfacción. Me mira ansiosa y preparo otros dos. Repetimos la operación y yo añado de mi cosecha un par de tragos de Jack Daniels. La habitación parece latir sobre nosotros. La atmósfera parece coagularse. Tengo la poderosa sensación de que algo me arrebata de mi cuerpo y pugna por volverme una entidad no corpórea. Es extraño, pero es como un vaciamiento. Miro a Bipolaridad, que sigue atada sobre la cama. Es entonces, cuando siento el click en el interior de mis oídos. Es casi un sonido inaudible, como metálico. Una especie de arañazo interior. Algo que se podría definir como una explosión muy lejana, algo que me lleva a la ruptura, a una especie de fuga psicógena descontrolada. De repente, la habitación parece dar vueltas sobre sí misma, gravitando sobre un eje imposible. Bipolaridad me mira mientras un hilillo de sangre sale de su nariz. Le planto la botella de Jack en la boca y la hago beber a morro. El bourbon escapa de sus labios y empapa la sábana. Luego, la botella se me cae de las manos. Algo tira de mí y levito hacia una de las mesillas. Abro un cajón y saco un consolador doble. Uno de sus juguetes. Busco a fondo y encuentro un bote rojo de crema lubricante. Noto el bombeo de la sangre en mis testículos. Lo pongo todo encima de la cama, al lado de su cabeza. Corto otra raya y la comparto ansioso con Bipolaridad, que me mira con ojos desquiciados. Comienza el segundo asalto. Me pongo delante de ella y le echo lubricante por el culo. Tiro el bote a un lado y unto la crema en su ano, mezclándola con el semen. Le introduzco un par de dedos. Gime. Sabe lo que viene después. Le meto los mismos dedos en la boca y los lame con voracidad animal. La coca, a fin de cuentas, es de muy buena calidad. Cojo el consolador y se lo introduzco sin demasiados preámbulos ni miramientos en ambos orificios al tiempo. Y empiezo a darle a la muñeca como si me fuera la vida en ello. Un vaivén desbocado y lleno de cierta furia. Bipolaridad comienza a retorcerse. Sabemos lo que nos gusta. Son años de experimentar. Años. El sudor brota. El olor se intensifica. Su cabeza parece querer hundirse en las sábanas. Con la mano izquierda recorro su espalda. Le pego varias ostias en las nalgas. Le gusta. Jadea. Resopla. Mi mano derecha no para de subir y bajar. Le pillo un pezón y lo retuerzo. Luego, le cojo del pelo y le estiro hacia arriba, para que se quede mirándome. Muevo las caderas y le paso la polla por la cara. Al momento, su boca se abre y la atrapa entre sus labios. Empieza la batalla de la succión. Atrapo su nuca y la fuerzo a que se trague el miembro hasta los mismos cojones. Y la retengo en esa posición unos segundos. Su cara enrojece. Escucho los sonidos del ahogamiento en su garganta. La libero. Sigue chupando. Vuelvo a empujar su nuca con mi mano. Y giro mi polla hacia una de sus mejillas por el lado interior. Noto el calor. Extraigo el consolador doble y le empiezo a introducir la parte más gruesa por el orificio anal. Hay algo de resistencia, pero la venzo. Le clavo el aguijón de látex hasta el fondo. Igual que si estuviera clavando un cuchillo en la carne. Su culo tiembla. La inminencia del orgasmo acude como un tsunami para explotar contra mi mano, pidiendo más y más. Muevo el consolador frenéticamente, como si, en el fondo, quisiera hacerle daño. Entonces, mi polla estalla en el interior de su boca y le vuelvo a empujar la nuca contra mí obligándola a tragar mi semen, como tantas otras veces. Clavo el dildo nuevamente hasta el fondo de su recto y ahí lo dejo. Al instante, sale por su propia inercia resbalando de entre las nalgas y cayendo al suelo, después de rebotar sobre la cama. Saco la polla con violencia y la dejo respirar. Traga aire de forma nerviosa y un acceso de tos le sobreviene de inmediato. La deja salir y el estruendo parece capaz de agrietar las paredes de la habitación. Entonces, vuelvo a saltar sobre ella encaramándome a su espalda y le introduzco de nuevo la polla por el culo. En breve, se derrumbará exhausta, pero la coca la mantiene dura como una piedra. Así que aprovecho el momento. Embisto como una fiera herida mientras cojo el consolador y se lo meto en la boca. Ahora, Bipolaridad se arquea como una posesa y empieza a gritar. Pero son gritos mudos, que se clavan contra el látex de forma que se tornan inaudibles. Noto como si algo se rompiera en las intimidades de su recto mientras intento alcanzar su tráquea con la réplica del miembro de algún actor porno famoso. Mi polla parece navegar en un mar de lava. Algo allá abajo está caliente como el infierno, pero órdenes supremas me obligan a mantener las embestidas. Una y otra vez. Una y otra vez. Le saco el consolador de la boca y lo dejo caer al suelo. Rodeo su cuello con ambas manos y empiezo a apretar mientras soy consciente de la nueva acometida del semen, que pugna por salir. Quiero asfixiarla. Quiero matarla. Quiero reventarla por dentro. Bipolaridad vuelve a amoratarse. Sus manos luchan contra el precinto que las retiene atadas por la muñeca. Sus jadeos se tornan gritos ahogados. Sus ojos parecen a punto de explotar. Mis cojones estallando contra sus nalgas una y otra vez. Mi polla ardiendo. El semen caliente que fluye como río de lava por sus paredes intestinales. El orgasmo supremo. Las convulsiones de su cuerpo. Mi derrota física. MI caída al suelo soltando la presa. El golpe de mi hombro contra el terrazo. El bajón post cocaína. El hundimiento del ego. La inconsciencia del arrebato místico tras atravesar la antesala carnal del infierno de la mano de una tía que está incluso más loca que yo. La visión de las sábanas manchadas de sangre y semen y fluidos y lubricante. El éxtasis de ella. Su cuerpo sufriendo pequeñas convulsiones involuntarias. El orificio de su culo abriéndose y cerrándose espasmódicamente. Los pequeños desgarros en su garganta y en su intestino delgado. La visión absurda del esqueleto del consolador muerto en el suelo. Los restos de heces y sangre en su punta. El olor del sexo. La voracidad de los animales después del apareamiento. La química del estallido del placer tóxico. El sonido de las sirenas en la calle. Las repentinas ganas de vomitar. Ella lo hace en la misma cama porque no me ha dado tiempo apenas de quitarle el precinto. La miro. Miro su culo. Me gustaría volver a follarlo, pero me flaquean las piernas. Un hilillo de baba y sangre escapa de las comisuras de sus labios. Su cara cubierta de la enredadera de cabellos rubios empapados. Su respiración agitada. Su dolor en lo más hondo de su alma. Su trauma escondido. El que comparte conmigo. Lo que nos envilece y nos convierte en animales depredadores cargados de kilos de rabia contenida. Seres que comparten habitación ocasional y arrebatos de demencia. Enajenados sociales que hipotecan su tiempo en fieras batallas cuerpo a cuerpo. Locos por una sexualidad abyecta. Politoxicómanos de amor enfermo. Adictos a la carnalidad terminal. Aquella que nos condenará a los abismos de nuestra propia locura.

Miro el techo. La lámpara sigue rota. Es lo único que tiene algo de sentido. Una hora después, la desato. No se inmuta apenas porque se ha quedado profundamente dormida. Me doy una ducha y pienso en la suerte que tengo. O en la desgracia. Disfruto de la ducha y del agua cayendo por mi cuerpo. Agua caliente que limpia la superficie de mis células y de mis terminaciones nerviosas. Agua purificadora. Salgo de la ducha y me seco con una de sus toallas. El lavabo está como siempre, desordenado. Un pequeño desorden que refleja el caos de su pequeño universo privado. Pero, no la critico por ello. MI mundo actual se encontraba en el mismo estado. Mi vista choca frontalmente con un pequeño libro de tapas negras que se deja ver desde uno de los cajones semi abiertos. Lo cojo presa de una repentina y absurda curiosidad. Es una especie de diario personal garabateado con trazo de yonki terminal. Lo abro por la última página y descubro que ha copiado una canción de Marilyn Manson en el espacio destinado al día de ayer. La canción lleva por título: “No me gustan las drogas, pero yo le gusto a las drogas”. Sin duda, toda una declaración de principios.


NORMA DE VIDA BEBÉ "NOSOTROS SOMOS BLANCOS Y OH, HETEROSEXUALES Y NUESTRO SEXO ES MISIONERO."

NORMA DE VIDA BEBÉ "NOSOTROS SOMOS DESERTORES Y ESTAMOS SOBRIOS NUESTRAS CONFESIONES SE TELEVISARÁN."

TÚ Y YO SOMOS DOSIFICADOS Y ESTAMOS LISTOS PARA CAER

LEVANTADO PARA SER ESTÚPIDO, ENSEÑADO A SER NADA EN ABSOLUTO,

NO ME GUSTAN LAS DROGAS PERO LE GUSTO A LAS DROGAS

NO ME GUSTAN LAS DROGAS, LAS DROGAS, LAS DROGAS,

NORMA DE VIDA BEBÉ "NUESTRO DIOS ES BLANCO Y RENCOROSO NOSOTROS SOMOS ORINADOS, PROBADOS Y ESTAMOS ORANDO."

NORMA DE VIDA BEBÉ "YO SOY SOLO UNA MUESTRA DE UN ALMA HECHA COMO UN SER HUMANO SIMPLEMENTE."

NORMA DE VIDA BEBÉ "NOSOTROS SOMOS REHABILITADOS Y NOSOTROS ESTAMOS LISTOS PARA NUESTROS 15 MINUTOS DE VERGÜENZA."

NORMA DE VIDA BEBÉ "NOSOTROS SOMOS EXHIBIDOS Y NOSOTROS SIMPLEMENTE ESTAMOS APUNTANDO COMO LOS CRISTIANOS EN UN SUICIDIO."

TÚ Y YO SOMOS DOSIFICADOS Y ESTAMOS LISTOS PARA CAER

LEVANTADO PARA SER ESTÚPIDO, ENSEÑADO A SER NADA EN ABSOLUTO,

NO ME GUSTAN LAS DROGAS PERO LE GUSTO A LAS DROGAS

NO ME GUSTAN LAS DROGAS, LAS DROGAS, LAS DROGAS




Dejo el librito donde estaba y pienso en la complejidad del cerebro de Bipolaridad. Un cerebro machacado por las drogas desde hace años. Ella misma me contó que se había iniciado a los 14 años, al igual que en el sexo con una mujer mucho mayor que ella. Su historia no había sido fácil, pero ¿qué historia lo era?. Lo cierto es que, de alguna manera, me había hecho adicto a ella. Era como una especie de alma gemela o un desdoblamiento de personalidad en forma de mujer pseudo enajenada. Muchas veces había fantaseado con la idea de ser ella. De hecho, muchas veces había sido el detonante para alguno de mis violentos relatos cortos, que conseguía publicar en blogs de amigos escritores debido a su crudeza y bizarrismo extremos. Bipolaridad ya se había convertido para mí en una especie de droga o un espacio privado en el que me refugiaba cuando todo amenazaba con quebrarse a mi alrededor. Era consciente de que era un refugio donde el desequilibrio era la norma, pero eran esos momentos en los que precisamente una locura transitoria era lo que más necesitaba. Escapismo. Ruptura. Huída. Bipolaridad era como un oasis de carne dentro de un universo frío, deprimente y caótico. Su calor provenía de su propio infierno mental, pero para mí era suficiente. Suficiente. Vital. Necesario.

Salgo del lavabo y giro a la izquierda y vuelvo a hacerlo hasta llegar a la pequeña cocina con la gran ventana que da a la calle. Ventana bajo la que dormita una lavadora de puerta algo oxidada bajo un montón de ropa sucia. Me sitúo frente a la nevera, la abro y cojo una cerveza. Me doy la vuelta, abro un cajón y la abro después de coger el maldito abridor. Me siento en una pequeña banqueta y de varios sorbos largos me bebo la botella. Pienso en mi mundo en descomposición mirando hacia el montón de ropa sucia que se acumula día a día sobre su lavadora. El universo de Bipolaridad ya está quebrado hace tiempo, desde que su pareja de toda la vida la dejó porque no soportaba sus continuas infidelidades y su consumo cada vez más elevado de cocaína. Creo que, de alguna manera, era capaz de entenderla. Como también podía entender la actitud de mi ex mujer cuando me pidió amablemente que me largara de casa. Los entiendo a todos, perfectamente. Soy consciente del daño que puede provocar la voracidad de nuestros cerebros. El ansia criminal de nuestra forma visceral de entender la vida. El arrebato de la urgencia del delito de estar vivos y necesitar la emoción pura y dura para seguir avanzando. El dolor de la violencia física, el dolor del sufrimiento interior, el dolor que exteriorizamos, el dolor que proyectamos hacia dentro, hacia el mismo epicentro de nuestra cordura. El dolor que acabará destruyéndonos inevitablemente. El dolor al que somos adictos desde que nos conocimos. El dolor que buscamos en la mirada cómplice del otro. El dolor abyecto. El dolor cotidiano. El dolor, en definitiva, que nos mantiene vivos alejándonos del coma de la normalidad.

Me levanto y me voy de su casa. Aún tardará un par de horas en reaccionar. Quizá me llame luego por teléfono. Quizá no. Sus vacíos comunicativos son inexplicables, pero moderadamente justificables. Yo, a veces, también tengo mis periodos de hermetismo autista. De alguna manera son estados de transición necesarios para poder interiorizar todas las vivencias por extremas que estas sean. Es un mecanismo de defensa. Una especie de barrera que permite conservar algo que suelo llamar frágil equilibrio emocional. Si esa barrera estaríamos abocados a un abismo insondable de perversidad enajenada que machacaría sin el menor atisbo de compasión todas nuestras neuronas. Una especie de descompresión, como la que realizan los buceadores después de llevar algún tiempo a demasiada profundidad. Profundidad abisal. Pequeños infiernos privados. Cuartos aislados para jugar a la demencia a horas convenidas. Antesalas del dolor ajeno y del propio. Habitáculos aberrantes donde los humanos clonan en monstruos con fecha de caducidad y código de barras identificativos. Y en mitad de ese aluvión de pensamientos entro en el primer bar que hay al salir de casa de Bipolaridad. Pido un Jack Daniels y miro distraídamente la televisión. Casualmente, Marilyn Manson parece sonreírme desde la pantalla. A veces, todo parece tener sentido dentro del más infinito de los absurdos.

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