Monday, November 04, 2013

La amante judía, de Sylvia Ortega. Prólogo.



LA AMANTE JUDÍA, de Sylvia Ortega















BUSCANDO A BAUDELAIRE


















Intento de prólogo a la prosa de Sylvia Ortega.



Las Putas de Baudelaire,
de Caos Prosaico

El arte y las putas
inspiración de poetas
que embriagados
nunca terminaran sus obras.

Se pasean por las galerías
del arte y la inmundicia
sus carnes flácidas de perra
son la envidia de Delacroix.

La calva, la bizca, las putas
de versos incompletos
y patas abiertas
con ojos saltones descontentos.

El verso sifilítico
para las putas sedientas de prosa
el demonio recomienda
para todos la misma ley.

Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!
Baudelaire lo sabía
las putas y el arte
son carne y obra
de los sentidos descompuestos.




Ella me hablaba de un Bloqueo emocional:

Anoche soñé que me masturbaba contra la espalda de un tipo. Estábamos tumbados sobre un colchón sin sábanas, dentro de una cabaña hecha con tablas de madera.

Me imaginé la escena. O, de hecho, lo intenté. Y las tablas de madera me llevaron a la cabaña de auto aislamiento propuesta por el director de “Anticristo”, Lars von Trier. Algo iba mal en nuestros corazones, ya que simulábamos que carecíamos de él, como aquel perfeccionista vendedor de marcapasos que ocultaba el suyo propio en la bragueta. ¿Qué hombre no aloja un corazón en la entrepierna?¿Qué hombre no asesina aquello que ama?

Ella me miró, pensando que quizá se me había ido la mano con la absenta. Y, creo, por una vez, que no le faltaba la razón. Luego, prosiguió su relato:

El fondo de mi sueño era blanco y se dibujaba en negro la diana de mi clítoris, como si fuera la viñeta de un comic de Capurnio.

   (el bueno de Cuttlas)

 Mis gemidos llegaban débiles,  sin apenas inmutarme. El tipo se giraba y en neutro decía: “Deberías mover las caderas. Deberías dejar que me colocara en medio de ti y mover las caderas después”. Me daba la espalda de nuevo con cierta indiferencia. Yo me quedaba fija en las puntas de su pelo sobre el cuello y entonces pensaba que tal vez podría gustarme hacerlo de ese modo. Interferencias. Una de las tablas de madera se desprendía golpeándome la cabeza. El sobresalto me ha despertado. Tenía las bragas mojadas.

Me imaginé sus bragas. Pude hacerlo. Casi pude percibir la humedad en la tela. Ella a menudo decía que no las llevaba y que cuando lo hacía elegía el color rosa, porque aquel color era el de la tinta del bolígrafo con el que escribía su diario, donde los locos con nombre de arcángel escribían con surcos torcidos embriagados de sexualidad compulsiva. Luego, recobré la cordura y me di de bruces contra una de sus máximas existenciales, que podían resumir grosso modo  su filosofía de tocador particular: 

“Cuando la boca sabe a polla y las lágrimas a contorno de ojos, algo indica que estamos teniendo un problema”.

Los problemas. Su naturalidad desvergonzada. Su pasión arrebatada y la embriaguez sensitiva generada por una apasionada lectura del Miller más abyecto mientras el hombre nevera la embestía con fiereza. Allí donde su sexo devenía escritura y el orgasmo poesía recitada por viejas prostitutas heridas por hombres vacío. Y, de fondo, Sarah, la bizca, dejaba que poetas decadentes usaran sus jugos como epitafio de poemas heridos por una carnalidad desesperada, refugio de almas heridas en su esencia.  



“Pedí una absenta, por si de ese modo, me transformaba en una prostituta de la época maldita. Maldita decisión. El alcohol me llevó de nuevo a casa acompañada de un poeta ebrio. Cualquiera se vino conmigo y revivió como en una pantalla gigante, aquella historia de la que yo huía”.

Y, como siempre, el manto infinito de dudas atrapado a contracorriente en los pliegues insondables de su sexo, provocando  un desvanecimiento, un retraso en el afrontamiento de lo inevitable, un escapismo demente a un “mejor mañana, mañana será otro día”: 

La culpa es mía. Me quedo enganchada a la silla del escritorio, atenta a los bocetos enmarcados, por si sucediera lo que yo misma debo provocar. Y no se me ocurre más que llamarte. Así me recuerdas que no existes, no sea que haya pensado que fueras un abrazo y me hubiese dado por ilusionarme.
Hoy en mi vida está cambiarme la mano. Hoy es el día que me cansa ser manca y no ser capaz de taparme los ojos. Hipermétrope. No enfoco. Hasta Ben Harper sale borroso de la estantería. ¿Por qué nadie se atrevió a llamarme bizca? Ya no sé si tengo ganas de mirar.
A mi cuaderno negro le queda una página. Justo esa que no sé cómo se mancha. Escribo y borro. La pereza es un pecado y la libertad un milagro. Ingenua perezosa aparezco, tratando de ser libre. Ahora no tengo con qué cerrar mi cuaderno negro. Su última página infectada de desidia, se hace interminable. Hoy todo es noche, espejos y viento. Pero solo Alejandra Pizarnik sabe decir que me pasa.  
Mi cómplice el cenicero y mi compadre el mar de Conrad. Me desdoblo. Me abandona el alma y queda el cuerpo liviano. Se desliza inerte hacia la cama y desploma sobre las sábanas un único pensamiento: “Mañana será otro día”.
Mañana volveré a pensar. Hoy no. Ya ves que no. Mañana volveré a pensar que tal vez los libros y tú, que no existes, me daréis de vivir. Mañana lo volveré a pensar, siempre que los bocetos enmarcados no me respondan que yo tampoco existo.




Pero existe y lo sabe. Y como existe escribe. Y al escribir su esencia se derrama sobre nuestra esencia humana e instintiva. Y nos recuerda que no todo está perdido, y aunque nuestra inocencia se suicide saltando por la ventana mientras follamos, nosotros seguiremos allí, deambulando entre los vapores etílicos de los viejos bebedores de absenta que nunca conoceremos, pero que nos dejaron el legado de su alma en pequeños jirones desgarrados de versos y palabras que no hacen más que condenarnos al más fiero de los tormentos, el del acto poético en sí, donde el semen y el flujo vaginal mutan en consenso en traumática palabra y nos llevan a responder a una duda cotidiana y, al tiempo, existencial:

¿Por qué escribo?

A lo que ella, desinhibida, responde:

¿Qué por qué escribo? Porque salgo de mí y me enfrento cara a cara con la desconocida que soy. Y me rebato, y me discuto y me llevo la contraria o me doy la razón. Porque me siento frente a mí  y me hablo y me escucho y me quiero y me enfado conmigo, y así sonrío. Porque si escribo me leo, me veo, y me entiendo, y otras veces no. Cuando escribo me busco y si me leo, me encuentro y si me empeño, me pierdo.
¿Qué por qué escribo? Porque es la manera de sentir de pleno el agua congelada que paraliza mi engaño. Porque de este modo aclaro tus miedos, o los suyos y los de aquel. Porque así me doy cuenta de lo que eres y consigo quererte. Porque aprendo lo que soy y me siento acompañada. Porque hago jeroglíficos de mis secretos, me doy pistas y solo así consigo resolverme.
Escribo porque me lleno de palabras, me sobran dentro y por algún agujero se escapan. Escribo porque quiero que sepas que percibo tu escalofrío, porque no soy indiferente a tu quiero y no puedo, por si acaso no comprendes lo que me hace estremecer. Porque me gusta darlo y que se sepa. Porque estoy aquí y estoy ahí, muy dentro y todo ese dentro, muy fuera.
Escribo para no pensar mientras pienso como lo debo decir. Escribo porque siempre hay algo que decir y necesito pararme  a pensar el qué. Y así paro y también pienso y si pienso vivo.
Escribo porque me gustan las palabras y salir de mí y verme de frente y poder tocar mis intenciones o mis ganas perezosas.
Escribo y así me lloro y después me consuelo. Escribo para sentirme, para saberme.
Pero a veces, no escribo.



Intento pensar que escribe por lo mismo que escribo yo. Pero, ella se gira y me susurra: “Te mentí, cuando llevo bragas son de color rojo, y ya sabes lo que el rojo significa para ti”.

Rojo.
   No. Es blanco. Habitación de hospital.
   Batas blancas volando a mi alrededor. Por todas partes. Sonrisas. Una voz amable de hombre. Mi médico. Me confirma mis más terribles temores. Es decir, me da el alta. Y me aconseja que aproveche mi tiempo y que no cometa más tonterías. Asiento con la cabeza. No le estoy haciendo el menor caso. Después de eso, se va. Desaparece como si nunca hubiera existido. Entonces, me quedo solo. Solo, a excepción del miedo que comienza a brotar desde lo más hondo de mis entrañas. Y todo a causa de ella. De ella y la habitación roja.
   De repente, dejo de escuchar los sonidos.
   Escucho nada.
   Voy hacia la ventana y miro hacia abajo. Hacia la calle.
   Disfruto con la atracción que me produce el abismo que se muestra poderosamente seductor ante mí.
   Vértigo.
   Abro la ventana. Con tranquilidad. Sin prisas. Sin nervios. Siento que tengo todo bajo control. Absolutamente todo.
   Miro hacia abajo.
   Cuando consigo reaccionar, me descubro cayendo.
   Cayendo.
   En el vacío.
   Hacia la calle. La huída de la habitación roja. La huída definitiva.
   Finalmente, me estrello contra una superficie no demasiado dura, aunque lo suficiente como para que mi cabeza estalle por dentro.
   Rojo. Rojo muerte. Ese es el color del techo del coche sobre el que me estoy desangrando. Hasta la consumición del último hálito de vida. Del último suspiro.
   Frenazo.
   Salgo despedido en un dramático vuelo final.
   Mi alma, si es que alguna vez la tuve, escapa de mi cuerpo, de tal manera que puedo verme tirado allá abajo, sobre un asfalto increíblemente gris oscuro. Gris caótico.
   Entonces, dejo de ver. De percibir con claridad.
   De lo único que soy consciente es de la oscuridad que comienza a engullirme con voracidad animal.
   Negrura.
   Es como si me precipitara en el interior del agujero de su culo. El culo de ella.
   Es mi último pensamiento.
   Luego, muero.
   Muero. Concluyo. Y esta vez es algo irreversible.


Y ella me mira y me dice: “Sigue escribiendo, yo te guío”. Y, con la suavidad de un ángel, introduce su lengua en mi alma. Pero, esto, ya forma parte de otro capítulo de una pareja buscando a Baudelaire. Luego, dos tragos de absenta y el inevitable fundido a negro.



 La amante judía, libro publicado en breve por Neurótika Books.

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