LA AMANTE JUDÍA, de Sylvia Ortega
BUSCANDO A BAUDELAIRE
Intento de prólogo a la prosa de Sylvia Ortega.
Las Putas de Baudelaire,
de Caos Prosaico
El arte y las putas
inspiración de poetas
que embriagados
nunca terminaran sus obras.
Se pasean por las galerías
del arte y la inmundicia
sus carnes flácidas de perra
son la envidia de Delacroix.
La calva, la bizca, las putas
de versos incompletos
y patas abiertas
con ojos saltones descontentos.
El verso sifilítico
para las putas sedientas de prosa
el demonio recomienda
para todos la misma ley.
Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!
Baudelaire lo sabía
las putas y el arte
son carne y obra
de los sentidos descompuestos.
Ella me hablaba de un Bloqueo emocional:
Anoche soñé que me masturbaba contra la espalda de un tipo. Estábamos
tumbados sobre un colchón sin sábanas, dentro de una cabaña hecha con tablas de
madera.
Me imaginé la escena. O, de hecho, lo intenté. Y las
tablas de madera me llevaron a la cabaña de auto aislamiento propuesta por el
director de “Anticristo”, Lars von Trier. Algo iba mal en nuestros corazones,
ya que simulábamos que carecíamos de él, como aquel perfeccionista vendedor de
marcapasos que ocultaba el suyo propio en la bragueta. ¿Qué hombre no aloja un
corazón en la entrepierna?¿Qué hombre no asesina aquello que ama?
Ella me miró, pensando que quizá se me había ido la
mano con la absenta. Y, creo, por una vez, que no le faltaba la razón. Luego,
prosiguió su relato:
El fondo de mi sueño era blanco y se dibujaba en negro la diana de mi
clítoris, como si fuera la viñeta de un comic de Capurnio.
(el bueno de
Cuttlas)
Mis gemidos llegaban débiles,
sin apenas inmutarme. El tipo se giraba y en neutro decía: “Deberías
mover las caderas. Deberías dejar que me colocara en medio de ti y mover las
caderas después”. Me daba la espalda de nuevo con cierta indiferencia. Yo me quedaba
fija en las puntas de su pelo sobre el cuello y entonces pensaba que tal vez
podría gustarme hacerlo de ese modo. Interferencias. Una de las tablas de
madera se desprendía golpeándome la cabeza. El sobresalto me ha despertado.
Tenía las bragas mojadas.
Me imaginé sus bragas. Pude hacerlo. Casi pude
percibir la humedad en la tela. Ella a menudo decía que no las llevaba y que
cuando lo hacía elegía el color rosa, porque aquel color era el de la tinta del
bolígrafo con el que escribía su diario, donde los locos con nombre de arcángel
escribían con surcos torcidos embriagados de sexualidad compulsiva. Luego,
recobré la cordura y me di de bruces contra una de sus máximas existenciales,
que podían resumir grosso modo su filosofía de tocador particular:
“Cuando la boca sabe a polla y las lágrimas a contorno de
ojos, algo indica que estamos teniendo un problema”.
Los problemas. Su naturalidad
desvergonzada. Su pasión arrebatada y la embriaguez sensitiva generada por una
apasionada lectura del Miller más abyecto mientras el hombre nevera la embestía
con fiereza. Allí donde su sexo devenía escritura y el orgasmo poesía recitada
por viejas prostitutas heridas por hombres vacío. Y, de fondo, Sarah, la bizca,
dejaba que poetas decadentes usaran sus jugos como epitafio de poemas heridos
por una carnalidad desesperada, refugio de almas heridas en su esencia.
“Pedí una absenta,
por si de ese modo, me transformaba en una prostituta de la época maldita.
Maldita decisión. El alcohol me llevó de nuevo a casa acompañada de un poeta
ebrio. Cualquiera se vino conmigo y revivió como en una pantalla gigante,
aquella historia de la que yo huía”.
Y,
como siempre, el manto infinito de dudas atrapado a contracorriente en los
pliegues insondables de su sexo, provocando
un desvanecimiento, un retraso en el afrontamiento de lo inevitable, un
escapismo demente a un “mejor mañana, mañana será otro día”:
La culpa es mía. Me quedo enganchada a la silla del escritorio, atenta a
los bocetos enmarcados, por si sucediera lo que yo misma debo provocar. Y no se
me ocurre más que llamarte. Así me recuerdas que no existes, no sea que haya
pensado que fueras un abrazo y me hubiese dado por ilusionarme.
Hoy en mi vida está cambiarme la mano. Hoy es el día que me cansa ser manca
y no ser capaz de taparme los ojos. Hipermétrope. No enfoco. Hasta Ben Harper
sale borroso de la estantería. ¿Por qué nadie se atrevió a llamarme bizca? Ya
no sé si tengo ganas de mirar.
A mi cuaderno negro le queda una página. Justo esa que no sé cómo se mancha.
Escribo y borro. La pereza es un pecado y la libertad un milagro. Ingenua
perezosa aparezco, tratando de ser libre. Ahora no tengo con qué cerrar mi
cuaderno negro. Su última página infectada de desidia, se hace interminable.
Hoy todo es noche, espejos y viento. Pero solo Alejandra Pizarnik sabe decir
que me pasa.
Mi cómplice el cenicero y mi compadre el mar de Conrad. Me desdoblo. Me
abandona el alma y queda el cuerpo liviano. Se desliza inerte hacia la cama y
desploma sobre las sábanas un único pensamiento: “Mañana será otro día”.
Mañana volveré a pensar. Hoy no. Ya ves que no. Mañana volveré a pensar que
tal vez los libros y tú, que no existes, me daréis de vivir. Mañana lo volveré
a pensar, siempre que los bocetos enmarcados no me respondan que yo tampoco
existo.
Pero existe y lo sabe. Y como
existe escribe. Y al escribir su esencia se derrama sobre nuestra esencia
humana e instintiva. Y nos recuerda que no todo está perdido, y aunque nuestra
inocencia se suicide saltando por la ventana mientras follamos, nosotros
seguiremos allí, deambulando entre los vapores etílicos de los viejos bebedores
de absenta que nunca conoceremos, pero que nos dejaron el legado de su alma en
pequeños jirones desgarrados de versos y palabras que no hacen más que condenarnos
al más fiero de los tormentos, el del acto poético en sí, donde el semen y el
flujo vaginal mutan en consenso en traumática palabra y nos llevan a responder
a una duda cotidiana y, al tiempo, existencial:
¿Por qué escribo?
A lo que ella, desinhibida, responde:
¿Qué por qué escribo? Porque salgo de mí y me enfrento cara a cara con la
desconocida que soy. Y me rebato, y me discuto y me llevo la contraria o me doy
la razón. Porque me siento frente a mí y
me hablo y me escucho y me quiero y me enfado conmigo, y así sonrío. Porque si
escribo me leo, me veo, y me entiendo, y otras veces no. Cuando escribo me
busco y si me leo, me encuentro y si me empeño, me pierdo.
¿Qué por qué escribo? Porque es la manera de sentir de pleno el agua
congelada que paraliza mi engaño. Porque de este modo aclaro tus miedos, o los
suyos y los de aquel. Porque así me doy cuenta de lo que eres y consigo
quererte. Porque aprendo lo que soy y me siento acompañada. Porque hago
jeroglíficos de mis secretos, me doy pistas y solo así consigo resolverme.
Escribo porque me lleno de palabras, me sobran dentro y por algún agujero
se escapan. Escribo porque quiero que sepas que percibo tu escalofrío, porque
no soy indiferente a tu quiero y no puedo, por si acaso no comprendes lo que me
hace estremecer. Porque me gusta darlo y que se sepa. Porque estoy aquí y estoy
ahí, muy dentro y todo ese dentro, muy fuera.
Escribo para no pensar mientras pienso como lo debo decir. Escribo porque
siempre hay algo que decir y necesito pararme
a pensar el qué. Y así paro y también pienso y si pienso vivo.
Escribo porque me gustan las palabras y salir de mí y verme de frente y
poder tocar mis intenciones o mis ganas perezosas.
Escribo y así me lloro y después me consuelo. Escribo para sentirme, para
saberme.
Pero a veces, no escribo.
Intento pensar que escribe por lo mismo que escribo
yo. Pero, ella se gira y me susurra: “Te
mentí, cuando llevo bragas son de color rojo, y ya sabes lo que el rojo
significa para ti”.
Rojo.
No. Es
blanco. Habitación de hospital.
Batas blancas
volando a mi alrededor. Por todas partes. Sonrisas. Una voz amable de hombre.
Mi médico. Me confirma mis más terribles temores. Es decir, me da el alta. Y me
aconseja que aproveche mi tiempo y que no cometa más tonterías. Asiento con la
cabeza. No le estoy haciendo el menor caso. Después de eso, se va. Desaparece
como si nunca hubiera existido. Entonces, me quedo solo. Solo, a excepción del
miedo que comienza a brotar desde lo más hondo de mis entrañas. Y todo a causa
de ella. De ella y la habitación roja.
De repente,
dejo de escuchar los sonidos.
Escucho nada.
Voy hacia la
ventana y miro hacia abajo. Hacia la calle.
Disfruto con
la atracción que me produce el abismo que se muestra poderosamente seductor
ante mí.
Vértigo.
Abro la
ventana. Con tranquilidad. Sin prisas. Sin nervios. Siento que tengo todo bajo
control. Absolutamente todo.
Miro hacia
abajo.
Cuando
consigo reaccionar, me descubro cayendo.
Cayendo.
En el vacío.
Hacia la
calle. La huída de la habitación roja. La huída definitiva.
Finalmente,
me estrello contra una superficie no demasiado dura, aunque lo suficiente como
para que mi cabeza estalle por dentro.
Rojo. Rojo
muerte. Ese es el color del techo del coche sobre el que me estoy desangrando.
Hasta la consumición del último hálito de vida. Del último suspiro.
Frenazo.
Salgo
despedido en un dramático vuelo final.
Mi alma, si
es que alguna vez la tuve, escapa de mi cuerpo, de tal manera que puedo verme
tirado allá abajo, sobre un asfalto increíblemente gris oscuro. Gris caótico.
Entonces,
dejo de ver. De percibir con claridad.
De lo único
que soy consciente es de la oscuridad que comienza a engullirme con voracidad
animal.
Negrura.
Es como si me
precipitara en el interior del agujero de su culo. El culo de ella.
Es mi último
pensamiento.
Luego, muero.
Muero.
Concluyo. Y esta vez es algo irreversible.
Y ella me mira y me dice: “Sigue escribiendo, yo te guío”. Y, con la suavidad de un ángel,
introduce su lengua en mi alma. Pero, esto, ya forma parte de otro capítulo de
una pareja buscando a Baudelaire. Luego, dos tragos de absenta y el inevitable
fundido a negro.
La amante judía, libro publicado en breve por Neurótika Books.
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