Camino a ninguna parte, pero bajo la Vía Láctea (1)
Vuelves como casi cada verano. Después de esa larga pausa laboral. Al refugio de tu infancia. Al cascarón. Son unas 10 horas de viaje en coche. Mucho tiempo. A veces, demasiado poco. La vida y sus tiempos.
Por la noche te sientas en el pequeño patio que hay al lado de la vieja casa de madera. Te sientas en la silla de plástico comprada a buen precio en uno de esos supermercados de las ciudades, que evitas pisar más de 10 horas contadas a partir de un punto imaginario en tu memoria. Y vuelves a la idea de que te sientas en ella. Sobre la silla comprada a buen precio.
El cielo sobre tu cabeza. Y no te es indiferente. Es infinito y tus ojos no lo abarcan. Ni ganas.
Lo miras con respeto.
Ojos desafiando estrellas.
Un reencuentro.
Aviones prezosos juegan a mezclarse con ellas.
No hay nada más absurdo.
Y, en el silencio, ecos de voces de risas del pasado. Esperando. Esperando para contar estrellas fugaces. Y risas de niños de fondo y un ladrido lejano de perro.
Hoy conté cuatro. Mañana volveré. Volveremos. Al mismo lugar, bajo el mismo cielo de verano en el mismo pueblo donde jugamos cuando fuimos adolescentes. En el mismo lugar, bajo el mismo cielo. Viendo aviones diminutos surcando la Vía Láctea, bajo el crepúsculo hermoso de cuatro estrellas fugaces.
La cabeza hacia atrás en difícil equilibrio sobre la silla de plástico. Cielo nocturno ejerciendo ley de gravedad invisible. Sonríes. No hay nada más sincero que el cielo mirándote desde lo alto. Desde allí arriba. En silencio. Haciéndote darte cuenta de lo pequeño que puede ser un ser humano. Como tú, como yo. Y como todos los que nos precedieron bajo ese mismo cielo y en ese pueblo al que vuelves casi cada verano.
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