Wednesday, December 17, 2008

La Habitación Roja, un relato de Vara. (1ª parte)


La Habitación Roja

(Foto: Bele)

Dedicado a Adriana,

que ha conseguido abrir una ventana en mi pasado...



"Soy de una raza al borde de la extinción"

Autodefinición

"BIENVENIDOS AL FESTIVAL DE LA CARNE APALEADA"

Nota escrita en un graffitti.


Silencio.

El ligero roce de la brisa nocturna en las sábanas.

Sueños inquietos.

Pesadillas.

A veces, las pesadillas me obligan a regresar a la habitación roja. Las cortinas que cuelgan desde el techo provocan inocentemente una metamorfosis cruel de la luz. Rojo sanguinolento empapa nuestros rostros, como si de una máscara mortuoria se tratara. Rojo coagulante. Sexos heridos. Sangre en las entrañas. Almas y pasión. Locura. El festival de la carne apaleada.

Despierto bañado en sudor frío. Sudor y miedo.

Imagino que mis pupilas son rojas.

Rojo exagerado. Violento. Homicida.

Mis ojos buscan con desesperación reconocer los objetos familiares que configuran el reducido universo de mi habitación. La habitación donde me escondo.

El dolor proviene de la intuición.

Conocimiento.

Saber que sólo es cuestión de tiempo.

Me levanto.

Camino.

Tropiezo un par de veces. Es el ritual de ir al lavabo. Luz mortecina que proviene de una bombilla solitaria. El vómito acude de inmediato. Hace dos semanas que me viene sucediendo lo mismo. Empiezo a habituarme al dolor.

Sufrimiento.

No estoy a salvo. Tengo miedo. Miedo.

Las pesadillas juegan con sus propias reglas. Reglas dictadas por mentes diabólicas. Reglas que podrían acabar con mi cordura. No recuerdo cuando la perdí.

Recuerdos que me persiguen.

Sabor salado inundándome la boca.

Agua en los pulmones. Mojada sequedad en la nariz.

Voces a mi alrededor. Gente inquieta. Gente que desea salvarme. Desconocidos a los que parezco importarles. Como epílogo, el sonido torturador de la sirena de la ambulancia, que me conduce de nuevo al corazón de la vida.

Segundo intento de suicidio. Segundo fracaso.




Me voy acostumbrando a mi nuevo hogar. Habitación blanca de hospital. Diminutas baldosas hexagonales estallan en asépticos tonos grises que se dispersan por el suelo. Por todas partes. En todas direcciones.

Sigo sin atreverme a mirar debajo de la cama.

Mi compañero de habitación finge no observarme, pero estoy seguro de que lo hace continuamente. Me observa con diplomática desconfianza.

Algunas enfermeras me tratan con cautela.

A la defensiva.

Como si fueran conscientes de que tengo un pasado.

Como si conocieran mis secretos.

Los secretos de la habitación roja.

Ella.

Ella y sus cabellos teñidos. Color de la prostitución. Color del hundimiento. El humo de su cigarrillo deslizándose sobre mi piel. La sangre secándose alrededor de las heridas abiertas con sus uñas. Coagulándose bajo la epidermis en todas las zonas delimitadas por las marcas de sus dientes. Dientes amarillos. Dientes de fumadora habitual. De fondo, aún resuenan los ecos apagados de mis gritos de animal herido. Acorralado. Y sobre mis gritos, sus gritos de fiera en celo. De bestia de la pasión más primitiva. Fuegos extinguidos. Un volcán entre sus piernas. Mi miembro herido. Exhausto. Tirado sobre las sábanas. Envidiando perderse entre sus pliegues.

Semen resbalando sobre sus nalgas.

A ella le gusta así.

Que eyacule fuera de su cuerpo.

Negación del útero.

Espermatozoides muertos en el espacio exterior.

A ella le gusta de esa manera. Como los animales. A cuatro patas. Dice que, a veces, prefiere no mirarme a la cara. Así todo resulta más fácil. Es extraña.

Se aproxima la hora.

Su amante habitual llega a las ocho. Como cada día. Su madre se deja oir desde la cocina. Su refugio. Su claustro. Su monasterio. Su tesoro. Su arte.

A veces, sólo a veces, creo que la envidio.

Me pone los panatalones.

Antes, se entretiene lamiendo mi sexo muerto.

Un inevitable soplo de vida.

Ella como torturadora.

La inevitable erección.

Luego, el sonido desagradable de la cremallera al ser cerrada con violencia. Su risa exagerada. Mi grito mudo. La cremallera enganchando la piel. Los ladridos del perro tras la puerta.

Y la habitación roja se transforma en el templo del diálogo, de la cultura, del trabajo literario, del arte, de la creatividad. De la farsa, del engaño.

Ella se ha vestido sin limpiarse. Su hombre no le hará el amor esa noche.

La certeza.

El amor al riesgo.

La atracción por jugar con la cordura del otro.

La habitación roja como mundo con reglas propias.

Reglas dictadas por el interno más veterano de un frenopático de los años treinta.

Sus reglas.

Ella.

El deseo y la carne.

La pérdida de la condición humana.

Su risa interminable. Su locura cotidiana.

Mi válvula de escape.

Mi perdición.

Sonido estridente de llaves en la cerradura.

Su olor. Olor de hombre esclavizado. Feliz.

Ella abre la puerta. La habitación roja desaparece. El mundo real hace acto de presencia. Ruptura.

Esconde la botella de whisky.

Simula jugar a su juego.

Al de su hombre. Al de su madre.

Su perro lo sabe todo.

Yo finjo ser el mismo de siempre.

Contacto.

Palabras vacías como pretexto. Huída.

Ella me acompaña hasta la puerta. Cierra su otro mundo detrás. Una puerta con cristal de colores. La misma conversación de siempre. La complicidad.

Almas gemelas en cuerpos de diferente sexo.

Lo curioso es que ninguno de los dos tenemos alma.




Calmantes. Calmantes. Calmantes. Mi cerebro amortajado.

La sonrisa estúpida de una enfermera.

Olor a hospital. Desinfectante.

Me sinto peor que si estuviera muerto.

Odio fracasar.

Odio vivir en la habitación roja.

Odio vivir fuera de la habitación roja.

Odio vivir.

Sin ella.

Tengo miedo.

Calmantes. Calmantes. Mi miedo atenuado.

Calmantes.





(Continuará...)

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