Thursday, August 13, 2009

El último baile, de Maricarmen Zamora

M. Zamora como "Bukowski girl",
photo by Vara
(una nueva creadora camina entre nosotros)

Mientras esperábamos la urna con sus cenizas, me senté a ojear el libro de firmas que nos habían entregado junto con los papeles de defunción. Nada interesante, nombres de vecinos, de familia, compañeros de trabajo, amigos y sorprendentemente enemigos limpiando sus malas conciencias, todos dejaron huella de su paso por el velatorio, no recuerdo haber visto a tanta gente, quizás por eso exista este libro. Seguí pasando páginas y leyendo mecánicamente, hasta que tropecé con una dedicatoria que decía “Gracias por regalarme tu último baile”.

Fue en ese instante cuando empecé a ser consciente de los dos últimos días, creí llevar más tiempo encerrado en la oscura sala nº 5 del tanatorio, puede que los tranquilizantes me hiciesen perder la noción de él, o el silencio que sólo se rompía con el llanto de alguna nueva visita que venía a dejar su autógrafo. Llené mis pulmones de aire, cerré el libro y traté de ordenar todos los recuerdos que se amontonaban en mi mente.

El diagnóstico del médico fue tajante, - con un triple bypass, y estos últimos infartos, nada se puede hacer por él, ni dietas, ni medicamentos, ni más operaciones, ante cualquier situación de tensión su corazón se parará para siempre -.

Papá nos invitó a cenar, y en la tertulia, sin todavía saber cómo, ya se barajaban los pros y los contras, pero ¿qué otra cosa se podía hacer si no era contentarlo?, después de todo, parecía querer cumplir su última voluntad en vida, no podíamos privarlo de ese gran día, - será mejor en verano, verás que bonito queda el altar en el jardín – decía mamá, papá sonreía, y guiñando un ojo preguntaba, - pero no olvidéis la barra libre, tiene que ser una gran fiesta-.

Yo los veía felices, aunque a veces, sin que se diesen cuenta, me los encontraba susurrando y mamá lloraba diciendo lo sola que se iba a quedar en esa casa tan grande, papá la consolaba, -tranquila, ya te acostumbrarás, es ley de vida-.

Avisamos a los parientes lejanos con el tiempo suficiente de poder organizarse el viaje. A los amigos, compañeros, vecinos, familia cercana y compromisos varios, un par de meses antes. Cuidamos minuciosamente hasta el último detalle, las flores las escogió mi madre, blancas, que son signo de pureza y no desentonarían con las sillas forradas en tela del mismo color, la música fue decisión de mi padre, el Ave María, su preferida.

Los primeros rayos de sol anunciaban que sería como cualquier otro día de verano, pero los nervios en la boca de mi estómago predecían que habría un antes y un después en nuestras vidas. Todo iba sucediendo según lo previsto, salvo algún que otro contratiempo con el catering. Los invitados fueron puntuales, excepto el juez que habíamos contratado para que levantase acta de lo que sucediese allí aquella tarde. Papá hizo los honores, como buen anfitrión, y los recibió a todos en la entrada para acomodarlos en sus respectivos asientos, era feliz haciendo que se sintiesen como en su casa.

Para un acontecimiento tan importante, pensamos que lo mejor sería llevar un traje negro, con corbata gris; mi tío que es un experto vino antes para hacernos el nudo, nos pusimos una flor blanca en el ojal de la americana, y cuando mamá bajó por la escalera del salón, silbamos efusivamente, estaba espectacular con su traje malva. El maquillaje tapaba perfectamente las bolsas que iban acumulando las infinitas horas de sueño perdido. Mi padre la esperó al final de la escalera, y con una exagerada reverencia le tendió la mano y le besó la suya. Me limité a ser un mero espectador.


Mamá y yo salimos al jardín y ocupamos nuestros asientos. Empezó a sonar el Ave María, papá hizo una salida triunfal, sereno y sonriente, caminando lentamente al ritmo de la música, a su derecha, lo acompañaba una silueta esbelta, con un vestido blanco tan largo que sólo dejaba ver la punta de un zapato al caminar, le cubría el rostro un velo, y en el pelo como único adorno una diadema de flores, nunca imaginé que pudiese ser tan bella. El silencio se volvió espeso, mamá lloraba mientras papá se acercaba, se detuvo al llegar a la altura del juez que los esperaba en el altar, sonrió, miró a su alrededor y en un susurro pronunció “si llegáis a ser la mitad de felices que he sido yo, podré descansar en paz”.

A partir de ahí, todo me pareció un sueño, los invitados comían, bebían, paseaban por el jardín comentando lo bonito que había quedado todo, y lo bien organizado que estaba, - qué original -, cotilleaban unas tías mías del pueblo, -¡al final tu padre se salió con la suya eh!- me decía otro golpeándome en la espalda.

Bien entrada la noche, tres camareros nos sorprendieron con un enorme pastel que pasearon torpemente e hicieron perder alguna que otra apuesta, los músicos volvieron a sus puestos y haciéndonos la señal acordada, inauguramos la pista de baile, la fiesta debía continuar.

Sentía la presencia de papá por todos los rincones de la casa, en el jardín, en la barra junto a la piscina, conversando en el salón, tropecé con él en la pista de baile mientras dando saltos al ritmo de un rock and roll decía - ¿me concedería este baile señorita?, perdón señora -. Antes de que acabase la canción escuché un grito, nadie llegó a tiempo para impedir que cayese desplomado al suelo. Su sonrisa se hizo eterna.

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