Vara, abducido
44 years old
Sara Vara Gómez, abducida
9 years old
Intro:
Los años dorados.
José Manuel Vara
Recuerdo con nostalgia y orgullo aquellos años entre el 96 y el 99 en los que edité el fanzine Atrocity Exhibition y creé la editorial alternativa Neurótika Books. Recuerdo especialmente el intercambio epistolar con la gente de Vinalia Trippers, en particular con Vicente Muñoz, al que conocí uno de aquellos años en un furtivo y acelerado viaje a León. El barrio húmedo quedó impregnado para siempre en mi tejido neuronal y la sensación de que algo estaba cambiando; de que estábamos, en definitiva, creando algo importante a través de aquel magma efervescente de fanzines que intercambiábamos con muchas ganas e ilusión a través del correo. Ahí estaba el germen de muchos escritores que hoy suenan fuerte en Internet y que han conseguido publicar sus libros en el caótico mundo editorial de la actual sociedad en crisis. Mirando hacia atrás sin ira sólo puedo pensar que el esfuerzo valió realmente la pena y dar las gracias a todos/-as los que llenaron de vida creativa y esperanza el buzón de correos de mi alma.
Cuentos a la hora de dormir.
José Manuel Vara (en colaboración con Sara Vara Gómez, mi hija de nueve años)
Papá había entrado en la habitación de los niños como cada noche. El libro bajo el brazo y sus gafas de montura de pasta en la otra mano. Papá sólo se ponía las gafas para leerles el libro. Ese libro de cuentos que ninguno de los dos sabía dónde lo había comprado, porque ni entendían las letras ni entendían los dibujos que en él había. Lo que si que tenían claro los dos niños es que aquel era el gran secreto de papá.
Sabían que aquella noche les tocaba otro cuento sobre el planeta Xacra, según papá, un planeta que no era del todo imaginario y que existía en el corazón de algunas personas que habitaban en la Tierra. Nuestro planeta. A Alex y Sara les gustaban las historias que papá les contaba de los habitantes de Xacra, unos seres que se comunicaban con la mente sin necesidad de hablar y que tenían poderes curativos y una sociedad basada en el consumo de las necesidades básicas y donde no había dolor ni llanto ni sufrimiento. Eso les contaba papá cada noche sentándose en el taburete rojo frente a sus camas de litera, y frente a la pared pintada con un sistema solar que ellos no conocían porque en sus libros de colegio sólo estudiaban lo que se conocía como Sistema Solar.
Aquella noche papá les contó un cuento sobre un niño de Xacra, que tenía el don de viajar por el universo para estudiar los planetas que estaban a punto de consumirse por la mala gestión medio ambiental de sus habitantes. Con la información se abría un debate en el parlamento interplanetario de Xacra, donde se intentaban buscar soluciones a tal desastre ecológico interplanetario, porque los habitantes de ese lejano planeta eran conscientes de la teoría del efecto mariposa, es decir, que algo que pasaba en un rincón de la galaxia podía influir en otro recóndito lugar de la misma.
A los niños les encantaba oír los cuentos del libro de papá. Eran diferentes. Distintos. No sabían de otro niño de su barrio o de la clase que escuchara ni leyera los mismos cuentos. Imaginaban que aquel libro era único y que su padre lo habría comprado en uno de los muchos viajes que hacía por trabajo al extranjero, a lejanos países, según su madre, que solía quedarse siempre a su lado cuando papá estaba fuera. Mamá era guapa y siempre les hablaba con ternura y con ojos llenos de emoción. A veces, jugaban a adivinar los años que podían tener… un juego que se había inventado mamá y que consistía en pensar en los años que les gustaría tener en realidad. Mamá siempre decía que tenía 238 años y papá 725. Sara y Álex no entendían el juego, pero ellos se limitaban a decir que él tenía 6 y ella 9. Pero, a pesar de todo, se reían con aquellos extraños juegos numéricos de su madre, que siempre concluían con una merienda de leche y galletas de chocolate y con miles de abrazos y besos.
Aquella noche papá acabó el cuento. Y arropó a sus hijos con las mantas. Los besó en la frente, apagó la luz y se fue a su habitación, junto a su mujer de 238 años.
Ella ya se había quitado la piel y él se dispuso a hacer lo propio. Se apretó con fuerza debajo de la oreja derecha y la piel humana que le cubría el cuerpo se desprendió como por arte de magia. Se agachó y la recogió en el suelo y la colgó en la perche al lado de la de su mujer. Su cuerpo verdoso pareció brillar bajo la luz mortecina de la luz de la mesilla. Su mujer estaba viendo un holograma informativo en el techo de la habitación. Información sobre el planeta donde vivían. El planeta llamado Tierra.
Él se acercó a la cama.
-¿Crees que hay alguna posibilidad?.
-Sabes que no. El ser humano no tiene la más mínima posibilidad de sobrevivir.
-¿Y qué pasará con los niños?. Me gusta leerles cuentos de nuestro mundo… son humanos, pero creo que siento algo por ellos.
-Morirán. No hay nada que hacer y lo sabes. Hoy me llegaron informes sobre nuestra misión y está a punto de concluir. Además, estoy muy cansada. Ponerme esa piel me debilita mucho. Es orgánica, pero noto como si fuera alérgica. Es como si me robara la energía. Y noto que bajan mis tasas de aminoácidos esenciales. La piel humana me es nociva.
-Lo siento, ya nos avisaron de ello. Pero era nuestro deber informarles… era la única oportunidad que tenían de sobrevivir.
-Lo sé, pero tú eres más viejo que yo y has visto más mundos. Tú mismo dijiste que la del ser humano era una especie autodestructiva.
-Tienes razón, es que a veces me dejo llevar por la ilusión, por la pasión… necesito dormir.
-Si querido, duerme. Y no sufras por ellos. Has hecho todo lo posible. Los dos lo sabemos. Todos lo saben.
Papá cerró los ojos. Y se durmió al lado de mamá. Cuando volvieron a abrirlos sus hijos humanos ya no existían. Y su recuerdo desparecería con el tiempo. Con los años. Como si nunca hubieran existido salvo en su imaginación.
Mañana el día comenzaría como tantos otros, con la muerte de otro lejano planeta. Un planeta que, de momento, no era el suyo.
Fin
1 de marzo del 2010
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