UNA INMERSIÓN EN EL ABISMO
La lectura de los poemas de David González puede
cambiarnos la vida como lectores y como personas.
Trataré de explicar esta rotunda afirmación.
Como personas, porque su solidaridad con las injusticias
del mundo se contagia. Uno se conciencia de que,
aunque el planeta esté en las últimas y no podamos hacer
nada por remediarlo, al menos nos queda el consuelo de
echar una mano a los vencidos, a los poetas que empiezan,
a los pobres que reclaman una moneda, a los condenados
y a los que no tienen otra cosa salvo miseria y
palabras.
Como lectores, porque uno suele descubrir sus poemas
y relatos en etapas en las que ya no creía en la lírica
actual. En tiempos en los que uno pensaba que los poe-
marios no decían nada, que los versos se dedicaban a
recrear las flores y los arroyos, a cantar al amor y a adormecernos,
entonces aparecen David González y quienes
practican un tipo de poesía que recrea la vida, que narra
historias, que va al grano, que se nutre de la realidad, que
nos golpea y nos deja temblando, como si el autor nos
hubiera dado un puñetazo con un guante forrado de
rosas.
Mi experiencia fue exactamente así. Hubo una época
en la que ya no leía poemarios, en que estaba convirtiéndome
en esa clase de lector medio que cree que la poesía
contemporánea obedece a dos dictados: es aburrida y es
ininteligible. Y entonces descubrí a David González y dos
de sus primeros poemarios, retirados de las librerías pero
disponibles durante un tiempo en la red: Sparrings y el
que nos ocupa, El demonio te coma las orejas. De la pantalla
saltaron al papel gracias a una vieja impresora, y de
ahí pasaron de mano en mano entre mis familiares, que
no son lectores compulsivos pero se entusiasmaron devorando
sus versos.
«Es que a mí la poesía…», suele responder la gente
cuando se le recomienda un poemario. «Es que no la
entiendo, y además me aburre». El cometido de los poetas
del pelaje de David González, un cometido muy loable,
es acercar la poesía al pueblo. Que los poemas no sólo
sean ámbito de académicos, profesores, ancianos y estudiosos,
sino que salgan a la calle:
que se impriman en las camisetas,
que los lean los estudiantes y los obreros,
que se los aprendan los borrachos y las niñas,
que los bloggers los copien y difundan en sus blogs,
que los presos se consuelen en la celda con sus palabras,
que se mantengan vivos y palpitantes en la memoria
del pueblo llano.
Del mismo modo que David González viene de una
tradición fundamentalmente norteamericana (pero que
atiende también a unos pocos poetas rusos, franceses,
polacos y españoles), la lectura de sus poemas nos conduce
a leer a otros autores. Sobre todo poetas españoles con
los que David comparte, más o menos, filiación poética y
contundencia en la propuesta, y que no vamos a citar
aquí para no meternos en arenas movedizas por si se nos
olvida algún nombre.
Pocos son los escritores actuales que gozan del prestigio
de David González. Porque es un prestigio curioso:
los académicos y los recaderos de los suplementos culturales
le «niegan el pan y la sal», como él denuncia a menudo,
pero algunos estudiosos respetan su nombre y su obra
y no le han faltado ensayos, reseñas y críticas favorables
que escapan de los márgenes de lo políticamente correcto.
Eso, por un lado. Por el otro, con internet y la apertura
de las bitácoras ha mutado la difusión, se han
ampliado las comunicaciones y los poemas de DG aparecen
en numerosas páginas, en cientos de blogs en los que sus
administradores cuelgan sus poemas y los analizan,
hablan de sus libros y los respetan, difunden su mensaje
y su biografía, por mucho que les pese a esos académicos,
recaderos y chicos respetables que esconden los libros de
David bajo la alfombra, para que no molesten y no ensucien
sus mentes tan limpias y políticamente correctas. La
atracción por su obra, sobre todo de mano en mano y en
la red, es imparable entre un montón de lectores, incluso
al otro lado del charco, incluso en las celdas de cualquier
cárcel donde malvivan hispanos.
Leyendo la obra de su autor en orden cronológico llegamos
a la conclusión de su madurez como persona (el
poeta ya estaba maduro, al menos, desde la aparición en
1997 de este El demonio te coma las orejas). Es el trayecto
de un hombre que empieza dando palos al personal,
como habíamos visto en las películas de El Vaquilla,
Perros callejeros y El pico, que termina condenado a presidio,
que descubre la poesía, que se forja como lector, que
sale de la cárcel queriendo ser poeta y un tipo nuevo, que
trabaja en una fábrica, que recibe el diagnóstico terrible
de su enfermedad (diabetes), que se mete de lleno desde
entonces en la literatura y la poesía, dándolo todo por
ambos, con el cuchillo en los dientes y el corazón en vilo,
que comienza a viajar y a interesarse por otros temas, no
solamente carcelarios o propios del lumpen: el amor, la
convivencia, el sacrificio, la familia, el alma de las ciudades…
Esa obra, al igual que la persona que la escribió, evo-
luciona en cada libro. Pero el germen está aquí, en este
título. El origen empieza en su formación como poeta, y
eso arranca entre los muros de la cárcel, donde su autor
observa el universo que le rodea de otra manera y con
otros ojos. La semilla está en este libro mítico: El demonio
te coma las orejas, ya que el propio autor no se muestra
demasiado satisfecho con su anterior poemario,
Nebraska no sirve para nada (1995).
La presente reedición logra que el libro regrese en
papel a los lectores que perseguíamos sus primeros poemas
en las antologías o en internet o que los imprimimos
entonces en un puñado de folios. Nos acerca un sueño:
tener en nuestra biblioteca la semilla, el origen, los poemas
de la cárcel que han hecho de David quien es.
Dado que el tiempo nos empuja a ver la vida de otra
manera, con una óptica distinta, su autor ha querido que
esto no sea una simple reedición, sino que haya textos
que no estaban en el original. Además, el orden de los
poemas goza de un cambio que, a mi parecer, le beneficia.
El demonio… ha mejorado: una tarea que parecía
imposible. David, muy influenciado en su obra por la
música y por unas cuantas películas, ha querido dejar
claro que este libro es ahora como un filme sobre un
hombre que da con sus huesos en la cárcel y sale vivo de
la experiencia, para contarlo y que nosotros suframos y
disfrutemos con él. Por eso, a la manera de un largometraje,
cada parte va encabezada con una cita de un músi-
co. Es la banda sonora de El demonio te coma las orejas. La
misma música que emplearía David si fuera el director de
un remake imposible de Los últimos golpes del Torete.
¿Cuál es esa banda sonora? La más adecuada en las prisiones
españolas, la que escuchan los presos de verdad (dejémonos
de eufemismos: ni a David ni a mí nos gustan, y
por eso huiremos aquí de palabras flojas y blandas y engañosas
como «internos», «centros penitenciarios» y demás
hojarasca).
La banda sonora incluye a Tony El Gitano, Camarón
de la Isla y Los Chichos, porque su música, sus letras,
suponen también un estilo de vida, una filosofía vital,
callejera, áspera, una filosofía que nace en el barro y sube
hasta nosotros mediante el lenguaje de la música, del flamenco,
de lo cañí.
En esta versión, la experiencia carcelaria queda estructurada
en tres partes muy distintas, con un planteamiento,
un nudo y un desenlace, a la manera de una novela o,
como señalábamos antes, de una película sobre un hombre
que camina por el filo de la navaja y acaba entre rejas
y sale convertido en otra persona:
Saliendo de naja,
resume, en dos poemas y un relato, los preámbulos a
la entrada en la cárcel. La huida, el momento en el que el
alter ego de David González da un golpe y trata de escapar
precipitadamente de la policía y de la justicia (de ahí
la expresión utilizada: «salir de naja»). Son los primeros
pasos, los que le llevan por el camino de la delincuencia
que desemboca en la prisión. Si estuviéramos en una película,
tal vez esta parte fuese el prólogo que precede a los
títulos de crédito.
El demonio te coma las orejas,
representa la vida carcelaria y es el corazón del libro,
su razón de ser. Engloba cinco cartas, numerosos poemas
y cuatro relatos. La mayoría de los poemas son suficientemente
conocidos y se han convertido en clásicos:
«Humillación», «La Maika», «Cerillas»…
Los cuatro relatos no estaban incluidos en la primera
edición de la obra, y su inclusión a posteriori juega a
favor del libro y está en sintonía con lo que David acostumbra
a hacer de un tiempo a esta parte: mezclar relatos
y poemas a la manera de los norteamericanos. Mediante
la prosa poética del autor, muy despojada de ornamentos
y directa al meollo de la cuestión, los relatos nos permiten
acomodarnos mejor a la experiencia carcelaria y también
a los restos del pasado, de aquello que recuerda el
protagonista respecto a su infancia y a su familia.
Pero son las cartas la mayor sorpresa del libro.
Durante su estancia en una de las prisiones, David se carteó
con otra reclusa. Su decisión de incluir sólo las misivas
que ella le escribe es notable y beneficiosa. De ese
modo no sólo sabemos lo que él pensaba y vivió y recuerda
y cómo se ve a sí mismo, sino que sabemos cómo le
veían otros. Qué inquietudes que no reveló en sus textos
tenía en aquel tiempo. Basándose en la correspondencia
enviada a aquella presa, y que según tengo entendido
obra en su poder, DG ha reconstruido de memoria y
mediante pistas e indicios las cartas (cinco cartas) que ella
le escribió y que él perdió en algún traslado. Nos dicen
tanto de él como sus poemas y relatos.
Pillar calle,
la tercera y última parte representa otra experiencia
que, en el fondo, no es menos dura que la estancia en presidio.
Supone salir al mundo y enfrentarse con los recuerdos
amargos, con el miedo a volver, con las pesadillas que
depara la noche, con los pasos perdidos e irrecuperables,
con las mujeres que a uno le abandonaron, con los amigos
que ya no están, con la visión que los demás tienen
de quien ha estado preso: un tío con tatuajes. Poemas y
algún relato en los que se explican algunas salidas de permiso,
las llamadas anónimas al teléfono familiar para
incordiar a su madre. Finalmente, la aceptación y el camino
hacia la supervivencia. Y comprender que estar dentro
o estar fuera no es tan diferente: en la calle no hay barrotes,
pero estamos atados por las normas de la sociedad y
sometidos a individuos y autoridades privados de alma y
compasión.
Hablemos del lenguaje que emplea en sus textos.
Una de las virtudes de la escritura de David es su
dominio de dos tipos de lenguaje:
un lenguaje culto,
en el que caben palabras y expresiones que un presidiario
medio no maneja, salvo que haya dedicado su
tiempo a leer mucho y a instruirse por su cuenta.
Encontramos frases y construcciones de alguien que se ha
formado culturalmente con eficacia:
«Mi navaja era natural de Albacete. Era una navaja bandolera,
hecha a mano, con un mango de alpaca y asta y una
hoja de acero inoxidable de unos treinta centímetros de longitud
o así (y no sé si me estaré quedando corto).»
Veamos otro ejemplo:
«Es por esa palabra. Atalaya. Le trae a la memoria vagos
recuerdos de hogueras, atalayeros, ballenas en la costa, fortificaciones
militares… Allí arriba, piensa, sólo hay maleza, oscuridad
y peligrosos y traicioneros acantilados, por los que ya se
había despeñado más de uno, y de dos también.»
Esa virtud no es ajena al uso de la metáfora:
«Mi navaja era una cuerda floja a la que se había subido
la mirada del viejo tesorero.»
Ni al conocimiento exhaustivo de las drogas, los fármacos
y otras sustancias, conocimiento que a veces nos
remite a algunos de los mejores párrafos de William S.
Burroughs:
(…) circulaban toda clase de pastillas, y las que más:
Tranxilium® 50, Valiumx® 50 y Halcion® 0,50; pero sobre
todo, y con diferencia: Rohipnol®, que se pronuncia reinol.
Había un boqueras que nos cambiaba tabletas de
Tranxilium® 50 por armas de fabricación casera.»
Sin olvidar la inclusión de citas y versos encontrados
en poemarios o novelas de otros autores, y que él utiliza
con maestría para sus propósitos, para expresar algo que
sabe que quizá no se pueda expresar mejor o de otra
manera.
un lenguaje callejero,
consistente en un dominio envidiable y abrumador de
expresiones propias de los prostíbulos, las cárceles, los
bares, las chabolas de gitanos, los mercados de los yonquis,
amén de las expresiones coloquiales y las tradicionales
que ha recibido por herencia familiar. La obra de
David González constituye, por sí sola, un rico diccionario
de palabras poco habituales en el «florido y correcto»
universo de la poesía de nuestros tiempos y de jerga que
no conocemos quienes no hemos vivido el ambiente marginal
ni estado en la cárcel (pero el autor se ocupa de aclararnos
el significado de las expresiones menos conocidas).
Veamos unas cuantas: canales, bolseras, bata, alares, calorros,
lima, callardó, estebellar, julai, maco, guindas, choros,
trena, lumiascas, macrós, manguis, pajilleros, pucabelas,
sirleros, santeros, trileros… Palabras y expresiones
con las que un lector goza por la riqueza que aportan y
porque su uso en estos poemas y relatos resulta necesario
para la comprensión del mundo en el que se ha movido
el autor.
Este doble manejo del lenguaje logra que cualquier
lector pueda degustar sus textos: a los críticos les gustará
el uso de expresiones tradicionales y de nombres de fármacos
y terminología legal; a los presos (me consta que
leen sus libros) les entusiasmará leer a quien sabe cómo
hablan, a quien conoce de sobra las palabras que utilizan
a diario; a los demás lectores les satisfará todo ese conjunto,
esa mezcla entre lo culto y lo barriobajero, lo exquisito
y lo coloquial, lo poético y lo vulgar, lo tradicional y lo
cotidiano.
El lector tiende a identificarse no estrictamente con lo
que David refleja y narra en sus historias de no ficción,
sino con ese clima cercano, ameno, cotidiano, habitado
por situaciones de la calle, o de la familia, o de conversaciones
de bar.
Leyendo su obra, nos sucede lo mismo que cuando
leemos a John Fante o a Charles Bukowski o a Raymond
Carver: aunque nos hablen de miseria, alcoholismo y fracaso,
o de cárceles y manicomios, nos sentimos próximos
a ellos, nos identificamos con sus derrotas, sentimos
como si un amigo íntimo nos hablara al oído o junto a la
barra de un garito. Esa es otra de las razones del éxito de
los poemarios de David, una de cuyas máximas es que la
verdadera literatura, o al menos la más expresiva, autén-
tica y explosiva, nace de lo vivido. Y si lo vivido constituye
una experiencia extrema, más contundente será el
resultado. Por eso admira los textos de muchos de esos
autores que las pasaron putas o se atrevieron a ser salvajes
y a unir vida y obra: Varlam Shalámov, Jack Kerouac,
John Fante, Arthur Rimbaud, Raúl Núñez, Charles
Bukowski, Neal Cassady, William S. Burroughs…
A todas estas cualidades hay que añadir su habilidad
para titular, ya sea los poemas y los relatos o los libros,
uniendo en una misma oración un significado profundo
y una expresión costumbrista, o un refrán o una frase
hecha que él utiliza de otro modo. Y no olvidemos la
explosión final de cada poema, donde siempre hay un
verso o dos que nos golpean en la boca del estómago.
Incluso aunque el poema incluya un poco de ternura (los
poemas sobre su madre y su novia, que podemos encontrar
en sus siguientes libros; o aquel en el que habla de su
abuela, en el presente poemario), al final siempre hay un
zarpazo, una hostia, un aviso de que, tras las flores y las
caricias, a menudo vienen los golpes. Porque eso, en definitiva,
es la vida y la biografía de cada uno: un orden aleatorio
en el que vamos encajando los besos y las balas, las
alegrías y las tristezas, los éxitos y las derrotas.
Cada poema, cada relato, cada libro de su autor es, en
suma, un reflejo del sabor agridulce de la vida.
Este libro de David González supone una inmersión
total en el abismo. El reflejo de cómo sobrevivir a una
experiencia extrema y sufrirla para aprender ciertas lecciones
sobre la gente y sobre uno mismo.
Este libro no podría haberlo escrito uno de esos académicos
o poetas de bien a quienes lo más grave que les
ha sucedido nunca es despeinarse durante una tormenta.
Este libro coloca un espejo en un apartado de la sociedad
(delitos, cárceles, reinserción) que la propia sociedad
procura esconder, alejar de sí, para que no le salpique la
sangre ni el barro. Pero David González está aquí para
hablar en voz alta, para allanar el camino, para limpiarse
por dentro, para acompañarnos al interior de la prisión,
de la pesadilla: «Pues déjalo todo a la entrada. / Luego no
digas que no te avisé. / Y ahora pasa la página y entra. /
Voy contigo.»
José Angel Barrueco,
Madrid, junio de 2008
José Angel Barrueco (Zamora, 1972) es licenciado en Ciencias de la
Información, escritor y periodista. Colabora como columnista en el diario La
Opinión de Zamora. Autor de varias novelas y volúmenes de cuentos, ha sido
incluido en diversas antologías de jóvenes autores, la más reciente de ellas
Resaca/Hankover. Homenaje a Charles Bukowski, Madrid, Caballo de Troya,
2008.