Monday, April 06, 2009

El paraíso por la puerta de atrás, de Paula Grau.


EL PARAÍSO, POR LA PUERTA DE ATRÁS


Sonó el teléfono y anotó los datos. Lavó su cuerpo con prisa, insistiendo particularmente en la entrepierna. Se vistió ante el espejo con lencería barata, por si se rompe. Vestido de gasa color blanco hueso quebrado, muy quebrado, complementado por besos de lentejuelas, tacones y gabardina. El bolso grande, guarida de maquillajes varios, así como profilácticos, llaves, agenda y conchas recogidas en alguna playa de la niñez. Cogió las llaves del coche y las metió en el bolsillo derecho de su chaqueta de lluvia. La noche se imponía elegante en la calle. Luna casi llena y estrellas tímidas ante la insinuación contaminante del primer cielo de la ciudad. Inventaré nuevas constelaciones con la ayuda de las farolas y los guiños de los rótulos de neón. Puso la llave en el contacto y arrancó con cierta dificultad el motor. Estaba curiosamente frío. La carrocería azul iba a trasladarse cincuenta kilómetros hacia el sur, fuera de la ciudad. Introdujo donde corresponde una cinta de rumbas para que la acompañara, y no sólo en el trayecto. Este viento de noche primaveral hace que me sienta demasiado viva, muy cerca de la muerte.Avanzando paralela al mar, impulsadas por esa brisa de llevar lejos, las palmeras doblaban sus hojas en perfectas reverencias. Dejó a la derecha una fábrica de cemento, con su esbelta silueta muy bien sugerida por los focos halógenos. Sonrió con la extraña fuerza que exigen la soledad no elegida y la impuesta supervivencia. Un cigarrillo. Fumó hondo. En la última calada vio anunciada su salida. La tomó. Varias vueltas por un polígono industrial y encontró con los ojos el cartel incandescente de su destino. Se encaminó a la cita; aparcó en el estacionamiento del hotel, que a esas primeras horas de la noche se hallaba casi vacío. Retocó sus labios con sangre de carmín, salió del coche y lo cerró. Observó el perfil del edificio, como tantos otros carecía de personalidad y estilo. Habitación 323. Todos los hoteles son el mismo, se dijo mientras leía el garabato arrugado extraído del bolso. Metió en sus pulmones un suspiro de oxígeno sucio y una secuencia de silbidos eólicos. Subió la escasa escalinata de la entrada lateral, taconeando a su impulso, para dirigirse a la habitación sin pasar por recepción. Subió discretamente en el ascensor. Tres golpes secos en la 323. Se abrió la puerta. Un golpe contundente en su cabeza. Entró en una tienda de ultramarinos estrecha e inclinada. La pendiente, descendente, se prolongaba desde la entrada hasta el fondo, muy fondo, entre el brillo de las latas sin trampa ni cartón y los diversos productos que parecían pertenecer a otro siglo o a otro sueño. La luz, vaga y escasa, pero filtrada en escamas por la angosta cristalera del escaparate. Los pocos rayos que la atravesaban besaban el polvo, más generoso y abundante. Casi al final de su longitud total, las múltiples extremidades de sol se pulverizaban sin apuntar a nada, difusas, sólo excitando el constante baile de ácaros y otras mínimas partículas contenidas en el aire. El hombre diminuto y oriental, esqueleto de una sabiduría sin carne y responsable del establecimiento, no tardaría en desaparecer. Eso ya lo sabía ella antes de que ocurriera. Iba enfundado en un traje marengo de trabajo y se movía como en una película años veinte. Todo lo demás, contención y calma, las que preceden a un inevitable salto al vacío . Ante esa sensación de acoso arrebatador, se dispuso a comprar algo para comer, procurando atraer una realidad más sórdida y material. Quizás un caldo, quizás unas lentejas. El silencio transmutaba en repicar de gotas de agua. El hombre asiático se disolvió en la luz, haciéndose polvo, un polvo limpio y transparente. El sonido persistente procedía de la delimitación posterior del local y en él se intuía una puerta de madera pintada y desconchada, azul del mejor mundo de este mundo. Ella sentía la lluvia del exterior y sabía que no era ésta quien la tentaba. Lluvia y sol en la calle. Se preguntó si estaba despegando o aterrizando el arco iris. Inició el descenso. Se acercó al temblor acústico con parcial parálisis del alma: la puerta ya estaba a escasos metros. Allí permaneció, bloqueada, con el espacio dilatándose y contrayéndose, fuera de tiempo. El sonido penetraba en sus sentidos en acto erótico, perforando al unísono curiosidades y miedos. Un paso más, un paso menos. La suciedad declinó metálica hasta donde alcanzaba su mirada. Estanterías de acero frío como autopista para mejillones en sus coches de hojalata. La percusión líquida retumbaba como fiebre de fundición de estaño. Otro paso más, otro paso menos. Casi más curiosidad que miedo. Acariciando el pomo de bronce, volvió la cabeza con cierta electricidad. Los rayos filtrados por la cristalera de la entrada la apuntaban ahora directamente a los ojos, fulminando su voluntad y su temor. Ya sólo podría dejarse llevar, sin responsabilidad ni timón, sin vacilar y sin velas. Abrió la puerta lentamente para cerrarla de un portazo después de su introducción, reafirmándose en su decisión. Primer contacto visual nulo, debido al último cegador en el cubículo anterior con el astro rey. Primer contacto sensorial agudo, profundo, líquido y estremecedor. Creyó quedarse ciega por la aceleración perceptiva del resto de sus sentidos, creciendo al unísono con su ritmo cardíaco. Las retinas se despejaron más tarde estrellándose ante lo que supuso el paraíso. La espesa y alúmina vegetación nacía de un subsuelo niquelado. Trazos de selva perlada moviéndose intermitentemente a su latente paso, en caricias leves, suaves y erógenas. Ríos de lava salivar, trazando nuevas naturalezas, confluían en el lago principal y principado de un reino abandonado por la intoxicada imaginación de su creador. Cataratas y catarsis hacia la llanura de mar metálico... ...yo ya he estado aquí, pero no en el futuro ni tampoco en el pasado, fue en este preciso instante. El roce estelar de las plantas en su piel conllevaba una sedación extraña, correspondiente a ninguna droga reconocida por su organismo, concediéndole más atención al placer absorbente y penetrante que al brillo y a los contornos de apocalíptica belleza, que tan tímidamente seguían escrutando sus pupilas recién despertadas. Andaba levantada por hojas de plata, cuyas afiladas puntas sostenían alas; sus pétalos lacrimales eran de rocío nuclear; estaba siendo arrastrada por recuerdos mal enfocados, que brotaban de un cuerpo desnudo, escultura erguida en el epicentro de la nada. Estoy flotando o estoy soñando. Caerás o despertarás. Último pensamiento analítico, si cabe, tan estúpido e ingenuo en aquellos momentos como anteriormente lo fue recurrir al caldo y a las lentejas. Las plumas efervescentes de íntima gloria ya no le permitirían volver a reaccionar cerebralmente, sólo podría contestar con su cuerpo, abstraído de todo razonamiento, y al que la extraordinaria botánica irisada y translúcida había despojado de todas sus vestimentas, piel incluida. Por un momento pudo contemplar el fluir de su sangre, apresurada, color exacto al de los ríos afluentes al lago. La escultura impávida sonreía con los ojos. Sus músculos yacían contraídos cual conchas de nácar, sedimentados por un salitre de nervios. Tan extraño es verse por fuera como verse por dentro. Sumergiéndose entre los brazos selváticos sintió ahogarse sin dolor. La excitación de las terminaciones nerviosas más sublimes engañaban transparentemente a sus pulmones. Absorbió por los ojos, habiendo hecho un esfuerzo considerable al impulsar sus párpados, el cuadro revelador: ya no había horizontes ni esquinas. Nada azul, sólo una gama de grises brillantes en todas sus tonalidades quemándole el manifiesto ocular. Y se fundió en gris oscuro. Oscuro y profundo. Sintió el beso. Por primera vez y fuera de toda conciencia, repasó los negativos registrados por la memoria de su vida con placer real. Los capítulos se cernían al escenario brillante de edén grisáceo. Hasta las fotografías más grotescas de su existencia eran reveladas por la niña que, equívocamente herida de muerte, llevaba dentro. Pudo evocar cierta ternura hacia sí misma y le gustó, aunque no permitiría transformarla en compasión. Después se desenfundaron todos los vínculos afectivos que alguna vez pudo haber sentido con cierta perfusión, desde los pertenecientes a su infancia hasta los más intransferibles y secretos. Se sucedían así, unos a otros, sobreponiéndose en el espacio que antes era ocupado por la culpa, el íntimo desprecio y el desarraigo. En ese preciso lugar, dotado hasta entonces de una rigidez poco sana, encontró un artefacto alargado que contenía agua con jabón. Desenroscó la tapa y comenzó a soplar por el aro, impregnado de aquella común solución, los múltiples nuevos planetas que se elevaban destellantes y libres hacia el cielo de sus mutiladas ilusiones infantiles. Permaneció allí contemplando las recién nacidas galaxias. Los planetas que las habitaban, sin órbita concreta, explotaban sobre el gris tornasolado que inundaba la nada sin límites. Entonces ella soplaba nuevas esferas. Seguía desnuda, pero sus pies parecían más pequeños de lo que ya habitualmente eran. Miró sus manos y eran suaves y tiernas manitas de niña. Debía tener siete años. Tocó sus pechos sin relieve y el inexistente vello de su sexo. Acariciando su desconocida virginidad con la izquierda, a la par que las pompas galácticas salían del arito al que susurraba, ayudadas por la mano derecha, sintió que estaba absorbiendo la extraña atmósfera perlada que la rodeaba, como si pudiera respirarla y degustarla, con toda esa vegetación metálica atentando a favor de sus sentidos. Me estoy comiendo el mundo, aunque no sea el vuestro...ni el mío. Las esferas jabonosas ocuparon todo el espacio hasta hacerse dueñas del mundo gris. Todos los ríos, la vegetación, la ausencia de horizontes y esquinas, el lago y la escultura, habían sido introducidas en su cuerpo de forma involuntaria pero no molesta ni vejatoria. Podía sentirlos dentro como agentes extraños y dulces. La implantación comenzó a cosquillear sus ya bien mojadas entrañas; el tañido bajo la piel derretía esas barreras tan bien construidas por sus autodefensas. Se dejó vencer, en su alargada excitación, y viajó por primera vez por el universo. Cuando pudo volver a abrir sus párpados divisó las gotas de agua que caían en el interior de la bañera. Una a una, iban salpicado despacio la masa líquida y su cuerpo desnudo contenidos en la tina. El mismo sonido que en la banda sonora de su realidad. Buscó algo que la ayudara a identificar el presente. Nada. Un baño de hotel, todos los hoteles son el mismo. Miró sus pies sobre la grifería de acero inoxidable. Eran pequeños, pero no los de una niña. Sus uñas pintadas del rojo más intenso también la delataban. El resto del cuerpo estaba arrugado y se preguntó cuánto tiempo llevaba allí metida. Se dispuso a secarse con la misma toalla blanca de siempre, dejándola impregnada por su única mancha. Instintivamente buscó su ropa interior, después, su vestido exterior, su bolso, sus zapatos afilados de cristal de mentira y su gabardina. Más nada. Nada y nada. Una puerta blanca. Ábrela y se acabó el sueño. La abrió. Entró directamente en la luz del sol de la mañana, saltándose el amanecer. Tres cuerpos desnudos dormían en una cama extremadamente amplia, enredados como malas hiedras. Ceniceros rebosando noches sin dormir, olor a base y a sexo. Un cuarto hombre estaba junto a la extensa cristalera por donde entraba el sol. Era el hombre diminuto y oriental de la tienda de ultramarinos. Estático e impasible, observaba el exterior fumándose un puro. El humo que expiraba, inmerso en los rayos de luz, dibujaba llamas ámbar, rodeando su desnudez inanimada y asexual por esas efímeras y evanescentes ondas de fuego. Se acercó y no la miró. Sus ojos estaban clavados, aunque sin signos de concentración, al polígono industrial; miraba concretamente al rótulo de Man y a sus respectivos camiones. Entras al paraíso por la puerta de atrás, le dijo el hombrecito asiático a Ángela, ofreciéndole el puro al mismo tiempo. Ella aceptó la invitación, le dedicó media sonrisa y fumó. Su humo, sin embargo, dibujaba burbujas irisadas formando galaxias. Ahora fue él quien sonrió, también con la mirada. Ella besó su mejilla, recogió sus pertenencias, exceptuando el dinero depositado en la mesilla que ni tan sólo divisó, y salió vistiéndose rápidamente de la habitación. Ya en el pasillo, se calzó los quince centímetros de más y se puso el gabán. Deslizándose sobre la moqueta del tercer piso, prefirió bajar por las escaleras traseras para salidas de emergencia a hacerlo por el ascensor. Descendió, precipitada, taconeando a su pulso. Ya en la planta baja presionó y empujó el manillar de la doble puerta de salida, encontrándose con el exterior. Frente a ella había un jardín compuesto por césped, palmeras, cactus y un banco. En él, sentados, una pareja de ancianos. ¿Trabaja usted en el Paraíso?, preguntó la octogenaria señora de brillante pelo blanco. Ángela, sorprendida, contestó que no. Sólo estoy saliendo de él por la puerta de atrás. Buscó con nerviosismo las llaves del coche en el bolso y volvió a introducirlas en el bolsillo derecho de su gabardina. Les deseó un buen día a los ancianos y rodeó el edificio hasta visualizar su coche. Bajó las escaleras laterales rodeadas por el jardín, que estaba siendo bañado por una luz extraña, al mismo ritmo acelerado que había adquirido saliendo de la habitación. En una de ellas se le rompió un tacón, haciendo que se torciera el tobillo y provocando una caída aparatosa. Palpó las zonas doloridas de su cuerpo, la sangre de su rodilla y la de su nariz. Los zapatos, a la mierda. La sangre, poca cosa. Abandonó los tacones y entró en la zona de estacionamiento descalza. Abrió el coche a distancia, acomodó el dolor de su esqueleto en el asiento conductor y toqueteó con los pies los pedales del vehículo. Estaban fríos. Puso el contacto y sonó una rumba. Lo siento amor mío, no quiero ni tengo monedas, mi cara está limpia y mi cruz no es eterna. El estribillo se repetía insistentemente y ella se sorprendió al no haber escuchado nunca esa canción. En cualquier caso, no tardó en tararearla, con aquella percusión de corazón de fondo y con sus guitarras galopando hasta sangrar. Un cigarrillo. Arrancó el motor de su auto celeste.
Cuando salió del recinto el cielo latía con su mejor azul. Ella lo miró, perforando con su perspectiva el horizonte. Primero, por la luna delantera; después, por el retrovisor. Desde el espejo vio cómo el rótulo de neón apagado del Paraíso, junto a sus tres estrellas rotas, se volvía cada vez más pequeño, hasta fundirse en el índigo, cobalto, añil y ultramar del cielo.

Paula Grau

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