Crash/ David Cronenberg/ Canadá 1996
Antes de meterme un poco en materia, decir que en esta película del canadiense David Cronenberg sería deseable no quedarse tan sólo en su superficie extraña, mejor saborearla intentando meterse en todo lo que tiene de mórbido, aunque en ocasiones cueste; si conseguimos hacerlo, y conectamos, se podrá disfrutar muchísimo de una grandísima película.
Basada en el denominado estilo de estética ciberpunk, la novela Crash, de J. G. Ballard es una historia real que vivió su autor cuando estuvo en una secta de aficionados a los accidentes de tráfico y al sexo. Crash es uno de esos Films que, generalmente, o te parecen una obra maestra o provocan extrañeza y desinterés. Un ejemplo clarificador de tal afirmación sería el manifestado por el popular crítico Carlos Boyero cuando dice que la película es un tostón sobrevalorado, una estupidez violenta y pretenciosa. Yo, en este caso concreto, soy de la opinión opuesta.
En Crash nos encontramos con personajes que se mueven por impulsos que giran alrededor de una sexualidad perversa, agresiva y peligrosa. Hay un erotismo siniestro y difícil, una atracción enfermiza (lo que “la gente normal”considera enfermiza) por el caos que se produce en los accidentes de automóvil, por el daño físico que se puede dar, por esa vulnerabilidad que provoca acercarse demasiado a esa línea que separa la vida de la muerte y el intentar zafarse de ella, aunque en el juego se busque un placer incontrolable que es como una droga: un riesgo, sea natural (téngase en cuenta que siempre que alguien se monta en un coche hay un riesgo de accidente) o provocado (espectáculos montados por el maestro de ceremonias y gurú perverso- sexual Elias Koteas) que es aprovechado para que el señor Cronenberg nos cuente con rotundidez y desinhibidamente los instintos de una gente que parece vivir en otro mundo, en su propia subcultura, con códigos muy distintos a los nuestros, gente de otra pasta a la que no le importa ir más allá con tal de vivir lo que quieren: sus propias parafilias con orgullo, aunque su conducta no sea la más aceptada.
Algunas de las escenas de sexo fueron desechadas del montaje final ya que había demasiada química y complicidad y eso no encajaba con el mal rollo que Cronenberg pretendía transmitir.
Estamos ante un relato alucinado y alucinante; de aspecto compulsivo, hipnótico (tremenda la escena del accidente y el recorrido que se hacen por él los protagonistas) y provocador, que nos arrastra al lado más oscuro e incomprensible de nosotros mismos.
Las escenas eróticas producen una fascinación morbosa y causan un impacto de alto voltaje en las emociones no acostumbradas a tales “desvaríos” y desviaciones conductuales. Los coches como fetichismo sexual y el tráfico como posibilidad de contacto o acercamiento al erotismo más corrupto.
tomado de:
sintonizando a ballard (4): intersección con cronenberg: crash
"[esta película] exalta la moralidad del sátiro, de la ninfómana, del violador, del pedófilo... marca el punto en el que incluso una sociedad liberal debería trazar la línea"
(reseña en Daily Mail, 1996)
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"Este autor está más allá de cualquier ayuda psiquiátrica. NO PUBLICAR"
(informe de una lectora de cierta editorial británica, 1973)
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"sex + technology = the future"
(J.G.B.)
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[Ballard] "Como parte de una calculada prueba para los visitantes, contraté a una chica para que los entrevistase a través de un circuito cerrado de TV. En un principio acordamos que iría desnuda, pero en cuanto vio los coches me dijo que sólo estaba dispuesta a hacerlo en topless (...). La fiesta de inauguración degeneró en una bronca de borrachos y la chica fue casi violada en el asiento trasero de un Pontiac. Los coches se expusieron sin problemas, pero durante el mes que duró la exposición fueron atacados continuamente por los visitantes a la galería, que rompían ventanillas, arrancaban los retrovisores, les echaban pintura blanca encima. La reacción general al experimento, en sí misma un desafío considerable a la mayoría de las nociones de la cordura, me convenció para escribir Crash."
(acerca de una exposición de coches siniestrados realizada en 1969 por Ballard; anotaciones a The atrocity exhibition, Re/Search, 1990)
[Cronenberg] "Una de las cosas que más me deslumbraron del libro es que te sugiere hechos que en la superficie son absolutamente repugnantes e imposibles, y, hacia el final, son lo más normal del mundo. Te das cuenta de que tenías todo eso dentro, y que te ha revelado partes de ti que estaban allí, pero que nunca habías sido capaz de reconocer. Por supuesto, esta es una de las funciones primordiales del arte, y Crash la consiguió conmigo.
Por eso, en la época en que rodaba la película, estas cosas las comprendía. Y no han cambiado desde entonces. Lo que ha cambiado es que la gente me cuenta sus reacciones a la película, cómo salieron del cine y de repente miraban el tráfico de manera completamente diferente, y cómo han cambiado su percepción de su vulnerabilidad al volante, su relación con los coches, la violencia de los coches. Y ese sentimiento que todo el mundo ha tenido, que muy pocas personas reconocerán, de que les encantaría haber chocado contra alguien - sea por rabia, por curiosidad o por algún otro extraño impulso. Siempre reprimido, por supuesto, o casi siempre."
(entrevista en ArtForum, 1997)
"The crash was the only real experience I had been through for years"
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[Ballard] "Creo que la imagen clave del siglo XX es el hombre en el automóvil. Es la suma de todo: los elementos de velocidad, drama, agresión, la fusión de publicidad y bienes de consumo con el paisaje tecnológico. La sensación de violencia y deseo, poder y energía; la experiencia colectiva de desplazarse juntos a través de un paisaje elaboradamente cifrado (...), la extraña historia de amor con la máquina, con su propia muerte."
(narración para Crash, a short film, 1971)
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[Cronenberg] "El primer accidente de Ballard [el personaje] puede ser interpretado como una liberación, una verdadera epifanía, la revelación repentina de la fragilidad de su existencia y de su cuerpo. Implica que el cuerpo es en su base un objeto virgen amenazado por una degradación brutal (...). En mi película, los personajes viven una experiencia religiosa y parten en busca de aquellos que también la han tenido, aunque no llegan a comunicarse verdaderamente con ninguno."
(del documental David Cronenberg: i have to make the world be flesh, 1999)
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[Ballard] "Los seres humanos tienen una capacidad casi ilimitada para absorber lo psicológicamente perverso, porque todo está amortiguado por los medios electrónicos que se interponen entre nosotros y las imágenes. Más cuando hay un proceso en marcha -del que Crash es una parte, creo- que yo llamo la 'normalización de lo psicopático'. Cada vez más conductas que solían parecer aberrantes o perversas son aceptadas como un comportamiento más o menos convencional. Esta normalización de lo psicopático ha desactivado enormes áreas de la perversión sexual -y de la imaginación humana, en general."
(entrevista en ArtForum, 1997)
[Cronenberg] "Al referirme a la sexualidad del film diría que es un alien sex. Si el sexo no induce a la reproducción, los órganos sexuales pueden ser reinventados. El personaje de Rosanna Arquette tiene, a consecuencia de un accidente, una cicatriz inmensa en forma de vagina que recorre la parte alta de su muslo. Y el personaje de James Spader la reconoce como tal: se trata de un órgano aún más excitante que una vagina, ya que está asociada a un accidente y a una cierta forma de mutilación y de transformación. Se trata en el fondo de una sexualidad muy humana, pero en una versión inédita, más extraña, sin duda, y que corre el riesgo de expandirse."
(del documental David Cronenberg: i have to make the world be flesh, 1999)
[Ballard] "Crash, por supuesto, no trata de una catástrofe imaginaria, por muy próxima que pueda parecer, sino de un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las sociedades industriales, y que provoca cada año miles de muertos y millones de heridos. ¿Es lícito ver en los accidentes de automóvil un siniestro presagio de una boda de pesadilla entre la tecnología y el sexo? ¿La tecnología moderna llegara a proporcionarnos unos instrumentos hasta ahora inconcebibles para que exploremos nuestra propia psicopatología? ¿Estas nuevas fijaciones de nuestra perversidad innata podrán ser de algún modo benéficas? ¿No estamos asistiendo al desarrollo de una tecnología perversa, más poderosa que la razón?"
(prólogo a la edición francesa de Crash, 1974)
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[Cronenberg] "No pienso que la tecnología nos esté haciendo algo. Quiero decir, tengo muy claro que la tecnología es nosotros. Así que fusionarse con la tecnología -nuestros cuerpos confundidos con el metal- es fusionar nosotros con nosotros, con diferentes aspectos de nosotros. No existe tecnología sin la mente humana. La tecnología es la voluntad humana hecha física -la encarnación de la voluntad y la creatividad humanas. No viene del espacio exterior ni se nos ha impuesto."
(ibidem, 1997)
"maybe the next time"
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[Ballard] "A lo largo de Crash he tratado el automóvil no sólo como una metáfora sexual sino también como una metáfora total de la vida del hombre en la sociedad contemporánea. En este sentido la novela tiene una intención política completamente separada del contenido sexual, pero aún asi prefiero pensar que Crash es la primera novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido la pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada.
Por supuesto, la función última de Crash es admonitoria, una advertencia contra ese dominio de fulgores estridentes, erótico y brutal, que nos hace señas llamándonos cada vez con mayor persuasión desde las orillas del paisaje tecnológico."
(prólogo a la edición francesa de Crash, 1974)
tomado de:
Crash: el abismo del deseo
Se acaban de cumplir 10 años del estreno de Crash, la polémica película dirigida por el canadiense David Cronenberg, que adapta la no menos controvertida novela de James G. Ballard publicada en 1973 con el mismo título. El estreno en el Festival de Cannes fue motivo de un gran escándalo, debido al tipo de sexualidad que esta obra trata de explorar. Pero la polémica mundial no se limitó únicamente a su contenido erótico, sino que también alcanzó a la perturbadora psicología que sustenta los actos de sus personajes. Cronenberg logra entregarnos un despiadado pero lúcido informe desde el centro del huracán de un tema que pocas veces puede verse cifrado de esta manera tan apabullante en una pantalla.Crash es una película que desde un primer momento trasciende su naturaleza como ficción para adentrarse en el ámbito del ensayo fílmico, pues plantea una arriesgada propuesta de análisis de los límites de la psicología y el comportamiento humano. La problemática que trata y la voluntad de llegar hasta las últimas consecuencias la convierten en un ejemplo de lucidez y riesgo a partes iguales. Cronenberg opta decididamente por enfrentarse al reto de adaptar una novela cuya lectura lo había conmocionado, y lo hace con la pretensión de contagiar al espectador ese fértil desconcierto, esa posibilidad abierta de lecturas.
Con Crash sucede como con otras películas que comparten sus mismas características radicales (‘radical’ en su sentido etimológico de “ir a la raíz” del problema) y que yo quiero encuadrar aquí bajo el título de ‘La mirada infernal’, por lo que ésta tiene de visión dirigida hacia el abismo. Estas otras películas que comparten con Crash su naturaleza abisal son: Irreversible (2002) de Gaspar Noé y Dogville (2003) de Lars Von Trier. Mi interpretación es que en cada una de estas tres obras se percibe el compromiso de analizar la parte más insondable del ‘homo sapiens desde el mismo vórtice de su espiral’. Ninguna de ellas procura dar respuesta a causas contingentes, pues las dirige algo más profundo, un intento de reflejar y reproducir la esencial ambivalencia sobre la que está constituida nuestra propia condición. Para ello sus directores adoptan un enfoque microscópico y descontextualizador, casi abstracto, para poder observar claramente casos concretos sin que en ellos incidan apriorismos ideológicos, morales o religiosos. En esa independencia se demuestra la verdadera autonomía de la obra de arte total.
En su depurado grado de abstracción y en la elección del signo interrogador por delante del significado blindado, el contenido de estas obras no toma, por sí mismo, partido por alguna interpretación determinada de lo que muestra. Hay un enfoque claro, pero no se trata de una interpretación. La complejidad del conjunto es un reflejo de la profunda ambivalencia de la realidad, que en su grado más puro no es catalogable con criterios esencialistas. La multiplicidad es la norma de lo real y clausurar su verdad en un único sentido, dogmático y excluyente, significa su mutilación. Estas películas tratan de hacer justicia a esa ambivalencia fundamental y por ello resulta imposible tomar partido sobre su contenido sin descubrirse uno mismo. Es decir: otra característica decisiva común a las tres es su condición de espejo en el que el espectador proyecta sus deseos, teorías o miedos, de manera que muchas de las opiniones que tratan de interpretar estas obras no sirven para otra cosa mas que para retratar la mentalidad del que las ha proferido.
En este artículo me voy a servir de estas películas para intentar ilustrar tres aspectos diferentes de la condición humana más esencial, esa que, por su propia naturaleza abisal, se construye sobre fundamentos no aprehensibles racionalmente. Estos elementos originarios que posibilitan todo grado de existencia sólo pueden sugerirse en celuloide de manera extremadamente elíptica a partir de los efectos que generan. Esta operación representativa resulta imposible a partir de dichos fundamentos, pues su naturaleza es irrepresentable e incluso impensable. Empezaré con el film citado en primer lugar.
La obra de David Cronenberg, centrada en las sorprendentes peripecias del matrimonio Ballard, explora durante 95 impactantes minutos una manifestación de la sexualidad que a simple vista puede parecer patológica: la fusión de la carne con la tecnología. En la película, los accidentes de coche funcionan como estimuladores de un deseo sexual adormecido y que busca mayores retos para desplegarse. Pero estas conductas no son tan patológicas como puede parecer en un principio, pues en realidad implican a todo ser humano aparentemente normal. La diferencia entre lo considerado normal y lo calificado como anormal en este caso es únicamente de grado, no de esencia; el potencial patológico lo tenemos todos en nuestro interior, pero no en todos los casos se despliega, pues requiere para ello de unas circunstancias determinadas. Todo esto se puede entender perfectamente a partir de la teoría del ‘deseo mimético’ del pensador francés René Girard.
La característica principal de la tesis de Girard (autor poco conocido en España pero de consolidado prestigio internacional), la que la hace tan particularmente reveladora, es la introducción de un tercer elemento en la dupla del deseo clásico, formada por el sujeto y el objeto del deseo. Según esta interpretación asumida mayoritariamente, todo deseo individual surge de la propia personalidad definida y diferente del sujeto, es decir, de una identidad primigenia e inmutable. De esta manera, todo sujeto sólo desearía lo que su específico interior le señala espontáneamente. Pero Girard rompe con este simple esquema dualista cuando introduce el tercer elemento citado: el modelo (figura del deseo ‘triangular’). El modelo funciona como el verdadero mediador del deseo del sujeto, revelándose de esta forma la naturaleza mimética del hombre y la volubilidad de sus deseos más profundos. Por tanto, en cada uno de nosotros existe la necesidad interna de desear (necesidad que funciona como vehículo identitario), pero no por ello esos deseos concretos son espontáneos, sino un reflejo de la conflictiva dialéctica sujeto-modelo. La gran mayoría de los deseos humanos, y sus posteriores conflictos, surgen de la ‘mímesis de apropiación’, es decir, de la voluntad de apoderarse de lo que confiere a determinados sujetos un estatus diferente y de dominio. El criterio del otro se convierte en nuestro criterio a la hora de definir nuestra personalidad, con lo que el proceso pierde en objetividad. Todo ello teniendo en cuenta, para mayor complejidad, que un sujeto puede funcionar al mismo tiempo como modelo y también como esclavo de otro sujeto que es su mediador. En esta espiral mimética enloquecedora nadie es capaz de alcanzar una verdadera autonomía y su existencia se limita a la vana persecución de ilusiones de dominio y a una lucha constante.
René Girard, como Denis de Rougemont en El amor y Occidente, define el deseo como un deseo del obstáculo. Ambos entienden que toda pasión se alimenta de los obstáculos que se le oponen y muere ante su ausencia. El sujeto pretende la autonomía a través del obstáculo que le supone el mediador, pero la paradoja es que esta voluntad de autonomía engendra una realidad esclava y dependiente de la que ya no se puede escapar una vez se entra en ella. Toda esta espiral delirante transfigura la realidad psicológica de las personas implicadas hasta el punto de que para ellas lo más destructivo acaba pareciendo lo más verdadero.
En definitiva, la ‘maldad’ humana, nuestra agresividad más conflictiva, según la tesis girardiana, surge básicamente de nuestro propio interior y es común a toda la especie, no respetando su verdad ninguna diferencia cultural. Toda violencia de aniquilación se articula a partir de nuestra conflictiva naturaleza mimética. Este pesimismo antropológico distancia a la obra de Girard de creencias rousseaunianas que predican la bondad individual y la culpabilidad social, sentir mayoritario en el pensamiento contemporáneo occidental. Pero leyendo a Girard se comprende que el simple desvincularse de la servidumbre que representa la norma social no conduce a un mayor grado de libertad, sino a una servidumbre todavía más opresiva: la que imponen los imperativos elementales de la condición humana, su ‘polemos’ esencial, su innato sentido de la agresión, su inherente masoquismo y sadismo. Como nos recuerda la polémica ensayista norteamericana, Camille Paglia, todo postulado ilusorio y angélico sobre la condición humana consigue potenciar lo que en principio pretende condenar: “todos los caminos que salen de Rousseau conducen a Sade” (Sexual Personae, pág. 43).
El universo de Crash es netamente ‘girardiano’. Es un mundo en el que los individuos, con la caída de las jerarquías clásicas, ya no tienen referencias de orden heredadas a partir de las que dirigir su existencia y la búsqueda de nuevos modelos enloquece sus vidas, presididas por la angustia y una constante persecución. El matrimonio Ballard (James Spader y Deborah Unger) tiene dificultades para alcanzar el orgasmo y no se siente lo suficientemente motivado en su deseo. Ante el acecho del sinsentido de su nada particular, desean desear (como afirma Nietzsche en La genealogía de la moral, “el hombre prefiere querer la nada a no querer”. Antes desear algo, aunque sea destructivo para uno mismo, que el simple no desear. Resumiendo: el sentido por encima de la simple existencia). Ambos personajes se encuentran en un nivel de evolución de su deseo a partir del cual ya sólo la muerte puede satisfacerlos.
Una de los elementos más perturbadores de la película de Cronenberg es la naturaleza del grupo de desarraigados que exploran su sexualidad y buscan un sentido a sus vidas a partir de las catástrofes automovilísticas. En realidad se trata de un auténtico culto sacrificial organizado alrededor de los accidentes de coche, en el que los oficiantes son las propias víctimas. Una de sus actividades, por ejemplo, consiste en recrear accidentes en los que fallecieron estrellas de los medios de comunicación, como es el caso de James Dean, Jayne Mansfield, Albert Camus o Grace Kelly. La mayoría de estas celebridades accedieron al status de ‘estrella inmortal’ paradójicamente al matarse con sus coches, es decir, gracias al poder sagrado que la muerte ha tenido siempre en todas las sociedades humanas. Con cada accidente nuestros personajes tratan de conjurar la muerte con la intención de extraer de ella la fuerza necesaria para volver a poner en marcha un deseo paralizado y unas vidas rotas y desconectadas de todo. Este grupo de desarraigados necesita sentirse vivo de nuevo y de acuerdo a su lógica un accidente, tanto los ritualizados como los provocados en la carretera, no son acontecimientos destructivos sino creadores y liberadores de energía. Pero la muerte es el fin buscado, más tarde o más temprano, por esta forma de vivir la sexualidad. Como nos recuerda la citada Paglia, llevar hasta las últimas consecuencias el deseo sexual conduce al sadomasoquismo y es pura invocación a ‘thánatos’. El deseo, sin el control moderador de una ratio, tiene por único desenlace posible la destrucción.
El culto sacrificial funciona en Crash como una secta que no está unida por sus creencias, sino por pulsiones y necesidades urgentes, por el sexo y por la llamada infernal de la muerte; no por normas, sino por una obsesión imparable, una profunda y elemental interpelación. Pero como he dicho anteriormente, la evidencia de que no va a perdurar el grupo, pues su fin irremisible es la muerte violenta de todos y cada uno de sus miembros, se palpa a cada instante, tanto en la mente del espectador como en la de los protagonistas de esta tragedia. La finalidad, lo que los une, es la aniquilación, la autodestrucción como punto final de su experiencia vital. Y todo ello lo llevan a cabo con una frialdad alucinada e impactante, como si respondieran en realidad a una voluntad superior y no a la suya propia.
El grupo suicida está liderado por Vaughan (Elías Koteas), y de él forman parte: el piloto de carreras retirado Colin Seagrave; la doctora Helen Remington (cuyo marido muere en el accidente con Ballard); Gabrielle, chica multiaccidentada, que se mantiene en pie gracias a unas aparatosas prótesis metálicas y que en la parte trasera del muslo tiene una enorme cicatriz abierta de la que extrae insólitas posibilidades eróticas; y el matrimonio Ballard, James y Catherine.
Vaughan, que conduce un Lincoln del 63, negro y descapotable (el mismo modelo que dio sepultura a JFK en las calles de Dallas), es el personaje clave de toda la trama, pues su tenebroso carisma dirige los actos del resto de protagonistas. Vaughan posee las dotes de una divinidad infernal, semejantes a las del Dioniso de las ‘Bacantes’ de Eurípides, pues observa y se abisma en todo lo que la conciencia humana desea desplazar de sí misma, lo fija en fotografías y recopila éstas en un álbum perturbador, eje de su proyecto de reconstrucción del cuerpo humano mediante la tecnología. Maestro de ceremonias de los cultos fetichistas (la reedición del accidente mortal de James Dean, por ejemplo) y líder iniciático de los nuevos miembros del grupo, pone en marcha las pulsiones más elementales y las dirige contra sí mismas. Revela la verdad del deseo humano. Su citado proyecto en realidad no es otro que el del deseo mimético, del que él es una lograda figura, el modelo-obstáculo, el mediador enloquecido que también busca un modelo trascendente e inalcanzable con el que colmar su delirio.
Pero, a la luz de lo expuesto a partir de la teoría mimética de Girard, debe quedar claro que estos perturbadores personajes de Cronenberg no son en realidad diferentes a cualquiera de nosotros. Ellos simplemente han llevado las características que todos poseemos demasiado lejos, dirigidos por circunstancias contigentes, que son las que disparan la anormalidad final y espectacular de sus conductas. No hay, por tanto, en la película de Cronenberg el retrato de una anormalidad chocante, de una realidad ajena a nuestra naturaleza, sino su plasmación más extrema e incondicional. La estampa más fidedigna de nuestra parte más oscura, esa que no queremos ver ni mucho menos entender.
LIZ, LA MUSA SACRIFICIAL DE CRASH
"Vaughan murió ayer en un último choque. Mientras fuimos amigos había ensayado su propia muerte en numerosos choques. Lanzado oblicuamente contra la limusina de la actriz, el automóvil saltó sobre la baranda del paso elevado del aeropuerto de Londres y atravesó el techo de un autobús repleto de pasajeros. Aferrada al brazo de su chófer, Elizabeth Taylor, con quien Vaughan había soñado morir durante tantos meses, permanecía aparte bajo las luces intermitentes de las ambulancias. ¿Entreveía acaso, en la postura de Vaughan, la clave de la muerte que él había proyectado para ella? En las últimas semanas Vaughan no había pensado sino en la muerte de la actriz, una coronación de heridas que había puesto en escena con la devoción de un jefe de ceremonias. Las paredes de las habitaciones de Vaughan estaban cubiertas de fotos que él había tomado con el zoom todas las mañanas, cuando la actriz salía del hotel de Londres. Los detalles amplificados de las rodillas y las manos, de la cara interior de los muslos y la comisura izquierda de la boca, era yo quien se los había reproducido de mala gana en la máquina de mi oficina, alcanzándole las copias como si fueran las actas de una sentencia de muerte. En casa de Vaughan vi cómo él ensamblaba los detalles del cuerpo de la actriz con fotografías de heridas grotescas sacadas de un texto de cirugía plástica. En esa visión de un choque de autos con la actriz, las imágenes que obsesionaban a Vaughan eran los impactos y las heridas múltiples, el cromo agonizante y la chapa hundida de dos automóviles que se encontraban de frente, las heridas idénticas en los dos cuerpos, la imagen del vidrio del parabrisas que se escarchaba alrededor de la cara de la actriz mientras ella quebraba la matizada superficie como una Afrodita nacida de la muerte, las fracturas múltiples de los muslos aplastados contra el freno de mano, y ante todo las heridas abiertas en los genitales de ella y de él, el útero de la actriz traspasado por el pico heráldico del emblema del fabricante, el semen de Vaughan derramado en el tablero luminoso que registraba para siempre la última temperatura del motor y el nivel de gasolina en el tanque. Vaughan había soñado morir mientras ella alcanzaba el orgasmo. Las imágenes de estas heridas le colgaban en la galería de la mente como reses expuestas en un matadero".
Inicio de Crash (1973), de J.G. Ballard
CRASH (1996)
Mi escena predilecta de una de mis películas más queridas es este monumento a la perturbación y al fetichismo metálico que pueden ver arriba. Se trata de la prodigiosa Crash (1996) de David Cronenberg (sobre la que escribí en su día una disección en Kiliedro: Crash: El abismo del deseo, primera parte de la serie La mirada infernal), basada en la sensacional novela de James G. Ballard (1973). La historia de unos alucinados que se toman casi religiosamente las posibilidades eróticas de los accidentes de coche... sobre todo si estos son mortales. Fascinados por la muerte en colisiones automovilísticas de celebridades como Jane Mansfield, Grace Kelly o James Dean, se encargan de llevar a cabo recreaciones de sus accidentes mortales con la intención de liberar en estas perturbadoras actividades una energía vital y sexual adormecida por el peso de la normalidad cotidiana. En la imagen, el enloquecido y subsuelítico Vaughan (Elias Koteas) hace las veces de director ceremonial (y también actor) del ritual suicida que se va a escenificar seguidamente. Micrófono en mano, va desgranando morosa y obsesivamente para los espectadores allí congregados los detalles del accidente mortal de Dean, las circunstancias que sellaron su muerte y su paso a la inmortalidad, a la vez que con sus dedos acaricia sensualmente la metálica carrocería del Porsche (550 Spyder) de carreras 'deaniano' como si se tratara de los turgentes muslos de una ctónica. El ritual se pone en marcha, la colisión aguarda, la transformación opera su mecanismo en el cuerpo y en la mente de los oficiantes. El éxtasis sexual al servicio de miméticas estrategias de autodestrucción. Pasen y vean en qué consiste la lógica fría y brutal del subsuelo más lóbrego.
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