Eclipse de luna
La mujer se visitó deprisa. Las manos temblorosas. En la radio llevaban semanas anunciando que esa noche sucedería el eclipse de luna. Ella no quería perdérselo, llevaba tiempo soñando con ese momento perfecto de oscuridad. Se había pasado días planeando cómo debería ser, y lo qué estaba dispuesta a hacer. La luna era para ella su vida. La que le susurraba, a la que de alguna forma misteriosa pertenecía. Cuando se hubo vestido, la mujer se miró en el espejo. El ceñido vestido negro, el pelo suelto, la expresión triunfal. En la cama, los restos de un amor consumado con tiempo, con dedicación. Y un cuerpo. El de su precioso tributo a la luna. La sangre de él en las sábanas, en las paredes, en las trémulas manos de la mujer, agitada por la emoción, por la alegría animal que le corría por las venas. Esto sucedía cada vez que la Luna le acariciaba la nuca con dedos helados y le pedía, qué por favor, le diera ofrenda. No podía negarle nada. En esos momentos, la mujer era feliz de una forma descarnada y brutal. Aquella noche de eclipse total iba a ser grandiosa. El regalo era el adecuado, estaba segura. Miró el reloj, tenía el tiempo suficiente para llegar al descampado y contemplar con ojos atónitos cómo se quedaba el cielo huérfano de Luna. Ahí estaría ella, agazapada en la profundidad de la noche, como una criatura infernal dispuesta a completar el regalo. Entonces, con calma, se dedicaría buscar en la oscuridad cuellos asombrados a los que arrebatar el último grito. La mujer guardó con cariño la preciosa navaja de plata en su diminuto bolso y cerró la puerta con delicadeza. Era su momento, la oscuridad estaba a punto de estallar.
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