OSCAR SIPÁN
Hay otros mundos, pero están en mi cabeza
A VECES IMAGINO un hombre sentado delante de una máquina de escribir intentando desprenderse de todo lo que no le gusta y vive en su interior. Tiene la mirada fija en el folio y las mandíbulas apretadas, como si lo fueran a fusilar de un momento a otro. Sus dedos, huesudos y estilizados como los de un pianista, reposan delicadamente sobre las teclas, esperando una señal del cielo o del cerebro, lo mismo da. Van pasando los minutos y los dedos comienzan a impacientarse, haciéndolo notar con un ligero temblor que parte de las articulaciones y se extiende hasta las puntas de las yemas. De repente, comienzan a moverse con soltura: la inspiración se ha posado en el árbol muerto. Las letras se imprimen con fuerza, instantáneas, oscuras y mágicas, y destrozan la quietud de la máquina y la blancura del folio. El hombre escribe durante media hora y luego lee en voz alta:
"A VECES IMAGINO un hombre sentado delante de un teléfono rojo. La luna ilumina el comedor con sus rayos de plata y el hombre espera y se desespera. En varias ocasiones ha creído escuchar el poderoso retumbar del aparato, pero todo ha sido producto de su imaginación. Tiene el ceño fruncido, lo que le da un aspecto de inspector de policía, y las manos colocadas una encima de la otra, casi suplicantes.
Los gatos rebañan los tejados en busca de salchichas y desperdicios que la mujer del carnicero les habrá hecho llegar. Caminan muy tiesos, con la cola parda erguida, en actitud desafiante, y sus ojos extraños y llenos de personalidad se clavan en los del hombre que, sentado junto al teléfono rojo, les mira a través del cristal dejando escapar una lágrima de amargura. De repente, el teléfono rojo explota como una bomba en unos grandes almacenes, inesperadamente, y lo saca de su triste letargo. Lo descuelga ilusionado y alguien susurra:
A VECES IMAGINO un hombre sentado en las frías escaleras de una casa vieja de un barrio obrero cualquiera. Tiene el culo congelado de tanto esperar sobre los escalones de piedra y le duele enormemente el coxis. Sus ojos parecen reñidos entre sí; mientras el izquierdo acaricia el buzón -un buzón pintado de azul cielo con una plaquita en la que hay escrito un nombre y dos apellidos-, el derecho vigila, como un detective a sueldo, la puerta de entrada.
Desde hace mucho, mucho tiempo espera una carta que nunca llega; ineludiblemente, se siente como el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba. De repente, sus oídos perciben un clac, clac, clac que bien podría ser el carrito amarillo con la insignia de correos arrastrado por el cartero. Instintivamente, tensa los músculos semidormidos y se levanta como un resorte. En el ambiente del portal la esperanza es tangible; tangible como un sombrero hongo. El cartero lo ve de pie, pálido y con una mueca de ansiedad y desesperación en el rostro que le delata y, aunque sintiéndose un canalla, agita la cabeza de un lado para otro, rompiendo la ilusión de un hombre en mil pedazos. Reparte las cartas con rapidez y diligencia y enfila sus pasos hacia el exterior. Nada más doblar la esquina, se encuentra con una poetisa de enormes ojos azules y largas pestañas como carreteras que, tras besarle dos veces en las mejillas, le dice:
A VECES IMAGINO un hombre sentado en una mecedora de mimbre analizando un retrato femenino en blanco y negro, a la vez que tararea I Believe In You de Neil Young. Sus ojos recorren el rostro de la mujer como buscando respuestas. Besa mentalmente sus párpados tristes, mordisquea los lóbulos de sus orejas y termina lamiendo unos labios sensuales y angulosos como los de una mujer pintada por Balthus.
La canción se une con el retrato como un puzzle bien hecho y termina explotando en su cabeza. El hombre se retuerce de melancolía y dolor e intenta apartar los recuerdos de un manotazo. Se levanta con el rostro desencajado y se dirige hacia el mueble-bar. Saca una botella de whisky medio vacía y un vaso de cristal opaco -reflejándose momentamente en el espejo interior-, se sirve una generosa dosis y se la toma de un solo trago junto con sus lágrimas".
A VECES IMAGINO UN HOMBRE SENTADO DELANTE DE UNA MÁQUINA DE ESCRIBIR Y ME SORPRENDO ENORMEMENTE AL DESCUBRIR QUE, POR EXTRAÑO Y RETORCIDO QUE PAREZCA, ESE HOMBRE SOY YO.
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